Aquí donde me veis, perdido en esta triste Habitración de hotel en Tula, tuve la fuerza Y ña belleza del animal libre y joven que amaba en sobresalto y dormía en paz, desatento a que después vendrían estos tiempos de sueño roto por los que ahora transito abrumado, los brazos en cruz, las mejillas resecas, los dedos como sarmientos del último día. Lo pienso acostado boca arriba sobre un lecho antiguo y sucio, en un cuarto de hotel con vista a los abedules del paseo. Me miro las manos y descubro este amanecer sin sol cuyo frío en las sienes palpita como un timbal de hierro. Reencontrada tristeza a la que me llega el recuerdo del sabor de los labios de mujer, el aroma de los cuerpos unidos en la refriega, mi musculatura viva ejercitando el amor. Todo se perdió en el olor de las alcobas en las que soñaron las fértiles muchachas. Regresa hasta mi boca la agridulce saliva perdida allá en el fondo de un beso inacabable, aquel regalo de un universo que a ratos aún se hace sitio por mi frente. Regresa para anunciar su adiós, su olvido. Sigue ajeno el gran circo en el que todo sucede y nada es previsible. La muerte, la vejez, es ese olor que a veces notas en las palmas de tus manos, una peste antigua y extraña que se arrastra desde hace tantos siglos como existe el hombre y prevalece por debajo de colonias y afeites, de los inciensos con los que perfumas la casa. El pestilente hedor cae sobre las cunas. Debajo de todos los pensamientos pasa la bestia deforme que nos aguarda al cabo de la edad, sin disimulo.
Aquí donde me veis, perdido en esta triste Habitración de hotel en Tula, tuve la fuerza Y ña belleza del animal libre y joven que amaba en sobresalto y dormía en paz, desatento a que después vendrían estos tiempos de sueño roto por los que ahora transito