Ya casi no recuerdo las mañanas, su tiempo azul y claro, lejos quedan, perdidas en colegios o en piscinas extrañas e indolentes.
Porque sentimos duro el despertar retrasamos ahora la luz que nos fatiga los despegados ojos. Y es un destino oscuro el de las tardes, en ellas aprendí que llegará la noche, y que es inútil cualquier esfuerzo por burlar la historia equivocada y triste de los años. He vivido en la espera absurda de la vida, cuando he gozado ha sido con reservas; amé creyendo en el amor que habría luego de venir, y que faltó a la cita, y renuncié al placer por la promesa de una dicha más alta en el futuro incierto.
Pero los días, al pasar, no son el generoso rey que cumple su palabra, sino el ladrón taimado que nos miente. Con su certeza nos convierte la edad en más mezquinos, nos enseña a amar lo que nos duele, las cosas más pequeñas, aquello que ahora somos y tenemos: la música suave, nuestros cuerpos, el calor de la estancia y el cansancio. Buscamos la derrota de las tardes, su tregua en la exigencia vana de una gloria que ya no nos seduce. Nos convierte la edad en más obscenos, y aceptamos cualquier regalo aunque parezca pobre: esa boca gastada por el uso, tan dulce aún, el fuego antiguo y leve de la carne, los viejos libros, los amigos justos, un poema mediocre, pero nuestro, y la costumbre extraña de ser al fin felices en la sombra.
Es un destino oscuro el de las tardes, pero también hermoso y breve como el paso de los hombres.