Oración de Albert Einstein, de William Ospina | Poema

    Poema en español
    Oración de Albert Einstein

    Advierto con profunda perplejidad 
    que el hermoso guijarro que abandono en el aire 
    se precipita recto hacia la tierra. 
    Tal vez para una hormiga que fuera en el guijarro 
    seria más bien la tierra lo que cae, 
    verde planeta que se precipita. 
    Para el soldado inmóvil 
    antes de halar la cuerda de su paracaídas 
    vertiginosamente asciende el mundo. 
    Y si al pasar el tren ante su cobertizo 
    el mendigo no viera los vagones 
    sino al niño que en ellos deja caer la manzana, 
    vería que la manzana toca el suelo 
    lejos del sitio donde el niño la suelta, 
    que la manzana cae oblicuamente. 

    Advierto que la firme realidad de este mundo 
    cambia de ser a ser, de conciencia a conciencia. 
    El gato observa las felinas estrellas. 
    Nunca verá el astrónomo 
    que mira el arco de la medialuna 
    el sobrehumano rostro que esa luna diadema 
    o esos pies de una virgen que la huellan. 
    Es tan sincero el mundo 
    que ni una piedra olvida tener sombra. 
    La memoria del prado 
    recuerda el rojo de las amapolas 
    y al primer soplo tibio lo despliega. 

    ¿Cómo agradeceré que el agua no se incendie 
    aunque asile en su rostro sereno las hogueras? 
    ¿Cómo agradeceré que las alondras canten 
    aunque Julieta las maldiga a todas? 
    Sé que esta luz de estrellas es más vieja que el mundo. 
    Que estas constelaciones son como un plano fósil 
    de lo que fue hace siglos el firmamento. 
    Sé que la masa enorme de los cuerpos celestes 

    altera el curso de la luz de la estrella 
    y que ese punto inmóvil que brilla en las alturas 
    innumerables veces se retorció en su curso, 
    trazó letras de luz en la piel de los siglos. 
    Todo rayo de luz porta antiguas imágenes, 
    y la energía es la terrible victoria 
    de la materia sobre el tiempo. 
    Las caprichosas nubes einstenianas 
    fulminan con sus rayos einstenianos los árboles 
    y rota la ecuación del vapor leve y del líquido peso 
    dulcemente se perlan las llanuras. 
    Me gusta el mundo dócil donde atrapo mis peces 
    con el anzuelo de un interrogante, 
    y pregunto en mi alma 
    cómo agrava la música la substancia del mundo, 
    qué es lo que escapa del violín y nos hiere. 
    Se marchita la música 
    en las elipses de la sinagoga 
    y Castor envejece más que Pólux. 

    Gracias, Señor, porque no tienes rostro, 
    porque eres rosa y dédalos de azufre 
    y muerte tras la herida y tras la muerte larvas 
    y previsibles astros tras los discos de eclipses. 
    Permíteme atrever mis inútiles fórmulas, 
    líricos mecanismos, serventesios de cuarzo, 
    trinos brotando de un vértigo de átomos. 
    ¿Qué puedo hacer contra el ángel que altera? 
    ¿Contra el que cambia todo azul en cianuro, 
    toda belleza en daño? 

    Algo mayor que el mal rige estos mundos. 

    Cada mañana pido a mi silencio 
    que el corazón gobierne al pensamiento, 
    y cada noche pido perdón a las estrellas. 
    Pero después olvido 
    y sé, mientras la luna danza en el pozo, 
    que Dios será sutil, pero no es malicioso.