Desnudo y empalmado. En la apacible noche veraniega. Mantengo el equilibrio sobre la baranda. Me sujeto al toldo con brazos tensos.
Impulso el fluido filtrado, inocuo y salado, maloliente y cálido, hacia arriba. En un ángulo de 45º por lo menos. Primero, ENERGíA. Potencia suficiente como para empapar las nubes. La meada se curva más allá. Al cabo, pierde fuerza y altura. Se desfragmenta, se descompone. El aire la bate como un tenedor.
Algunas gotas emigran. El resto cae al unísono, vertiginosamente, varios pisos. Se cuela por las grietas del pavimento. Arrastra piedrecitas, pelusa, porquería. Fluye calle abajo.
Me pregunto dónde desembocará. Me pregunto dónde desembocaré.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Masticamos embutidos burgaleses frente a la Torre de Londres. Mientras un par de gaviotas defecan sobre los inmortales leones. Y una miríada de japoneses inmoviliza el instante.