Dicen que anhelamos lo que no tenemos. Que, cuando lo conseguimos, perdemos el interés. El deseo se desvanece.
Yo sólo anhelo un minuto más. Y cuando lo obtenga, supongo que desearé otro. Y luego otro. Y otro. Hasta que no tenga fuerzas ni para desear. O hasta que me apuñalen, o me pase por encima un 4x4.
Me quedo frito sobre la colcha. Noche tras noche. Un calcetín cuelga del pie. El otro está en el suelo. La babilla empapa, paulatinamente, la almohada. El flexo sigue encendido. Mi madre suele decir que el día menos pensado saldré ardiendo.
Estoy tumbado en el sofá. Ella, sentada en su sillón. Nuestras manos, enlazadas. Y en la tele, María Teresa Campos, Ana Obregón, y todo el equipo. Ella recuerda sus tiempos de novia. Me pregunta por la mía. Sonrío, y le acaricio los nudillos.
Los cabrones avariciosos del pueblo han talado todos los chopos de la ribera. Ahora, el río fluye calvo a su paso por el municipio. Entre los lugareños se comenta que los mandatarios se han embolsado 100.000 euros con la acción.
Tipos con toda la cara de un neandertal me observan desde detrás de sus cubatas de cuatro euros. Me analizan, dentro de sus posibilidades. Se preguntan qué hace una mujer como ella con un niñato como yo. Noto sus miradas clavándose en mi cogote.
Me recosté sobre la hierba. La boca de L. suspiraba enamorada junto a mi oreja. Manzanas y bocadillos de tortilla. Y pilas de besos. Observábamos a la niña oriental que regaba margaritas con el tapón de una botella de agua mineral.