Te dicen que abras un blog. Que pienses en el lector medio. Que te asocies con una editorial online. Que compres el servicio de maquetación y de diseño de cubierta. Que spamees a tus contactos del Facebook. Que se lo cuentes al vecino. Que mandes reseñas a los periódicos locales. Que te creas mejor de lo que eres. Etcétera.
Cuando lo único cierto es que la promoción resulta fundamental. Que si no te conocen, no existes. Que la gente quiere literatura masticada. Que escribes como el culo. Que sólo piensas en la fama. Que cualquiera puede publicarse un libro (¡esta es la prueba!). Que la única escritura decente es la que brota como pus. Y que, probablemente, te falta voluntad para averiguar de qué narices estoy hablando.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Masticamos embutidos burgaleses frente a la Torre de Londres. Mientras un par de gaviotas defecan sobre los inmortales leones. Y una miríada de japoneses inmoviliza el instante.