Las finas hiedras se marchitan en las macetas de mamá. Procuran medrar, expandirse, pero el clima no lo consiente. Así que se limitan a ver pasar los coches, los perros, las nubes, las avispas, los transeúntes, las horas, los días, asomadas al balcón. La muerte invade sus tallos, despacio. Los bordes de las hojas se resecan. Fotosintetizan un rato más, sin esperanza. Y continúan mirando por encima de la baranda. Más allá del asfalto taladrado. Más allá de los ladrillos mohosos. Más allá de los andamios, los carteles luminosos y las polvaredas que saturan su punto de vista. Y sueñan con los bosques violetas, donde aúllan los lobos y donde se recreaba aquel maravilloso adolescente de las Árdenas.
Me quedo frito sobre la colcha. Noche tras noche. Un calcetín cuelga del pie. El otro está en el suelo. La babilla empapa, paulatinamente, la almohada. El flexo sigue encendido. Mi madre suele decir que el día menos pensado saldré ardiendo.
Estoy tumbado en el sofá. Ella, sentada en su sillón. Nuestras manos, enlazadas. Y en la tele, María Teresa Campos, Ana Obregón, y todo el equipo. Ella recuerda sus tiempos de novia. Me pregunta por la mía. Sonrío, y le acaricio los nudillos.
A veces, estando solo en mi habitación, lloro de angustia. Procuro no hacer ruido, por lo que, generalmente, me cuesta respirar. Escribir no consigue aliviar este miedo a perder a los míos. Vivo atenazado por el temor de que cada instante compartido sea el último.
Me recosté sobre la hierba. La boca de L. suspiraba enamorada junto a mi oreja. Manzanas y bocadillos de tortilla. Y pilas de besos. Observábamos a la niña oriental que regaba margaritas con el tapón de una botella de agua mineral.
Los cabrones avariciosos del pueblo han talado todos los chopos de la ribera. Ahora, el río fluye calvo a su paso por el municipio. Entre los lugareños se comenta que los mandatarios se han embolsado 100.000 euros con la acción.