Las finas hiedras se marchitan en las macetas de mamá. Procuran medrar, expandirse, pero el clima no lo consiente. Así que se limitan a ver pasar los coches, los perros, las nubes, las avispas, los transeúntes, las horas, los días, asomadas al balcón. La muerte invade sus tallos, despacio. Los bordes de las hojas se resecan. Fotosintetizan un rato más, sin esperanza. Y continúan mirando por encima de la baranda. Más allá del asfalto taladrado. Más allá de los ladrillos mohosos. Más allá de los andamios, los carteles luminosos y las polvaredas que saturan su punto de vista. Y sueñan con los bosques violetas, donde aúllan los lobos y donde se recreaba aquel maravilloso adolescente de las Árdenas.
Nochebuena. El rey ya ha balbuceado su arenga. La familia se reúne en torno a una mesa invadida por vieiras gratinadas y langostinos. En las copas, el vino ecológico de tía M. En los cuerpos, sus efectos.
Las fábricas de leche están bien jodidas. El Gobierno vacila y los agricultores se forran. Recordad, el pillaje sólo ha de ejercerse cuando se hayan agotado todas las vías diplomáticas.
Tirado en la vieja mecedora. En la terraza del apartamento playero. Alzo la lata de Estrella Damm. Como si fuera el Santo Grial. Bebo con los ojos cerrados. El agua condensada gotea sobre mi ombligo. Acerco esta cerveza mediterránea a mis ojos miopes.
Tipos con toda la cara de un neandertal me observan desde detrás de sus cubatas de cuatro euros. Me analizan, dentro de sus posibilidades. Se preguntan qué hace una mujer como ella con un niñato como yo. Noto sus miradas clavándose en mi cogote.
Disfruto de un interesante sueldo. Aprovecho mi privilegiada situación social. Me financio los vicios. Poseo vastos conocimientos teóricos. Me gusta considerarme progresista, creador, artista. Pero la gente superficial (y mala) añade datos a mi descripción.