Nochebuena. El rey ya ha balbuceado su arenga. La familia se reúne en torno a una mesa invadida por vieiras gratinadas y langostinos. En las copas, el vino ecológico de tía M. En los cuerpos, sus efectos.
Con el transcurrir de los platos, la charla se vuelve picarona. Mi padre cuenta que, en más de una ocasión, escuchó a los suyos hacer el amor.
La yaya protesta. 'Es que el yayo era muy escandaloso'.
Papá aporta detalles. 'Me acuerdo de un día que estuvieron una hora, triqui triqui, triqui triqui, triqui triqui... Y yo, en la cama, mirando el reloj con cara de espanto'. Todos reímos. La yaya también, aunque se tapa la cara, avergonzada.
Cuando retira las manos ha rejuvenecido veinte años.
Me quedo frito sobre la colcha. Noche tras noche. Un calcetín cuelga del pie. El otro está en el suelo. La babilla empapa, paulatinamente, la almohada. El flexo sigue encendido. Mi madre suele decir que el día menos pensado saldré ardiendo.
Estoy tumbado en el sofá. Ella, sentada en su sillón. Nuestras manos, enlazadas. Y en la tele, María Teresa Campos, Ana Obregón, y todo el equipo. Ella recuerda sus tiempos de novia. Me pregunta por la mía. Sonrío, y le acaricio los nudillos.
Me recosté sobre la hierba. La boca de L. suspiraba enamorada junto a mi oreja. Manzanas y bocadillos de tortilla. Y pilas de besos. Observábamos a la niña oriental que regaba margaritas con el tapón de una botella de agua mineral.
Los cabrones avariciosos del pueblo han talado todos los chopos de la ribera. Ahora, el río fluye calvo a su paso por el municipio. Entre los lugareños se comenta que los mandatarios se han embolsado 100.000 euros con la acción.
A veces, estando solo en mi habitación, lloro de angustia. Procuro no hacer ruido, por lo que, generalmente, me cuesta respirar. Escribir no consigue aliviar este miedo a perder a los míos. Vivo atenazado por el temor de que cada instante compartido sea el último.