Dicen que anhelamos lo que no tenemos. Que, cuando lo conseguimos, perdemos el interés. El deseo se desvanece.
Yo sólo anhelo un minuto más. Y cuando lo obtenga, supongo que desearé otro. Y luego otro. Y otro. Hasta que no tenga fuerzas ni para desear. O hasta que me apuñalen, o me pase por encima un 4x4.
Un atónito búho de conchas me espía desde detrás de la catedral de Palma, en la estantería azul. La llama de una vela se menea ante los rostros de la Virgen y Jesucristo. Un angelillo toca el laúd, bien cerca.
Se hace el profundo. Se atusa la perilla. Se lía un cigarrillo y lo chupa. Aspira con los ojos entrecerrados. Como viendo algo más allá de la anodina tarde otoñal. Expulsa humo. Nos mira y nos escucha, condescendiente. 'Mediocres', parece pensar.
Si los académicos no aprecian mi prosa es por culpa de una ex novia que se quedó embarazada y nunca me confesó quién era el padre. Aunque, antes de largarse, me hizo una advertencia.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.