Me recosté sobre la hierba. La boca de L. suspiraba enamorada junto a mi oreja. Manzanas y bocadillos de tortilla. Y pilas de besos. Observábamos a la niña oriental que regaba margaritas con el tapón de una botella de agua mineral.
Cantaba, cantaba mientras echaba un poquito de agua en el tapón, con muchísima delicadeza; y luego vertía el líquido junto a los tallos de las flores, del tamaño de su dedo meñique.
Sin mirarnos. Nos agarramos las manos. Reafirmando nuestro pacto. Alejandra. La niña que ahora sé que nunca tendremos. Pero que, por aquel entonces, era mi más radiante esperanza.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.