Me quedo frito sobre la colcha. Noche tras noche. Un calcetín cuelga del pie. El otro está en el suelo. La babilla empapa, paulatinamente, la almohada. El flexo sigue encendido. Mi madre suele decir que el día menos pensado saldré ardiendo. Pero no puedo evitarlo. Los prologuistas de Cátedra son —por lo general— tan cultos como soporíferos. Genios de la hipnosis.
El dolor de tripa. Las mismas trabas a la hora de narrar. Todo le suena pretencioso, envasado, artificial. Debe recuperar la furia de días pasados. Entonces, las historias brotaban como pus. Removían mentalidades. Eso es lo que trata de hacer.
l curro. Las piernas me duelen cosa mala. No paran de moverse. El difusor de agua es un cabrón. Te la sirve a grado y medio. Y seguro que está envenenada. O algo peor. La subnormal de la cara taladrada me regaña.
La yaya quería agasajar a sus invitados. Así que el yayo tuvo que hacerlo. Era un capón (gallo gigante) precioso. Las plumas negras, brillantes, el pico rojo, brillante, y los ojos de brillante fuego. Lo decapitó en la cocina.
«Me vi rodeado por una multitud enfervorecida. Los jóvenes se rasgaban las camisetas y gemían. El hielo en sus vasos, el viento en sus gargantas. Se revolcaban sobre una capa de basura de cinco dedos de espesor. Alguien había defecado en las duchas.