Me he quedado dormido en el vagón. Reboto en Las Rosas y despierto en Quevedo. Bajo en San Bernardo y tomo el tren de vuelta.
Un pibe come fideos chinos con los dedos, y tira la mitad al suelo del vagón. ¿Estarán duretes? ¿Será gilipollas?
La botella se nos terminó a eso de la una y, claro, tuvimos que rapiñar. Mi compadre karateca empleó a fondo su don de gentes para rellenar nuestro vaso. Borrachos como cubas, dando tumbos por el templo de Debod. La gente parecía pasarlo bien, aunque no sé por qué. Acabamos arrasando al Trivial en un sofá más caro que mi futuro apartamento, y bebiendo whisky con más solera que los Estuardo (en la época que los Estuardo aún tenían solera, por supuesto).
Subo los escalones metálicos de tres en tres. El segurata, joven y macarrónico, juega al fútbol con un tapón. Huele a churros y a rocío.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.