Me he quedado dormido en el vagón. Reboto en Las Rosas y despierto en Quevedo. Bajo en San Bernardo y tomo el tren de vuelta.
Un pibe come fideos chinos con los dedos, y tira la mitad al suelo del vagón. ¿Estarán duretes? ¿Será gilipollas?
La botella se nos terminó a eso de la una y, claro, tuvimos que rapiñar. Mi compadre karateca empleó a fondo su don de gentes para rellenar nuestro vaso. Borrachos como cubas, dando tumbos por el templo de Debod. La gente parecía pasarlo bien, aunque no sé por qué. Acabamos arrasando al Trivial en un sofá más caro que mi futuro apartamento, y bebiendo whisky con más solera que los Estuardo (en la época que los Estuardo aún tenían solera, por supuesto).
Subo los escalones metálicos de tres en tres. El segurata, joven y macarrónico, juega al fútbol con un tapón. Huele a churros y a rocío.
El jefe jefazo tiene cara de mala hostia. Lleva el pelo de oreja a oreja, como lamido por un choto. Camisa azul, por dentro del pantalón, como sujeción para su barriga colgandera.
Te dicen que abras un blog. Que pienses en el lector medio. Que te asocies con una editorial online. Que compres el servicio de maquetación y de diseño de cubierta. Que spamees a tus contactos del Facebook. Que se lo cuentes al vecino.