Imagina dos trenes, rodando en la alta noche, que se cruzan de golpe, camino cada cual de su destino.
En cualquier parte, en medio de un empalme en ningún sitio, por vías oxidadas, los vagones, de pronto, se detienen.
Miras por el cristal y allí, en lo negro, se ilumina una cara justo enfrente.
De momento has pensado que es la tuya reflejando tu insomnio y tu cansancio. Es una sensación. Dura un instante.
Te fijas con cuidado en la ventana y el rostro que se enciende al otro lado es, sin duda, de otro. De una oscura mujer, para más señas. Es hermosa, te dices, mientras miras sus ojos en los tuyos duplicados.
La escena es momentánea. Tras un ruido metálico y muy seco, el movimiento empieza a separaros para siempre.
Ninguno de los dos hacéis ya nada que impida lo que es inevitable.
Con el ruido del tren y el traqueteo supones que pensabais en lo mismo: que fue un vano espejismo, que fue un sueño.
Miro la hiedra que a mi puerta muestra la verde lluvia sucesiva y ciega; traspaso un nuevo umbral, piso sus losas, me sé en otro recinto que conozco. Entro, y en la costumbre de la luz mis ojos penetran el silencio, en vano se preguntan.