Una oculta razón, de Álvaro Valverde | Poema

    Poema en español
    Una oculta razón

    Miro la hiedra que a mi puerta muestra 
    la verde lluvia sucesiva y ciega; 
    traspaso un nuevo umbral, piso sus losas, 
    me sé en otro recinto que conozco. 
    Entro, y en la costumbre de la luz mis ojos 
    penetran el silencio, en vano se preguntan. 
    Se saben de paso, se contentan 
    con su pálida atmósfera, se funden 
    con el olor que el tiempo ha reposado 
    en sus estancias húmedas. 
    Su oscuridad se puebla de palabras 
    repetidas al ritmo de la asfixia, 
    entre alacenas y humo. 

    Esta casa es ahora mi morada, 
    el territorio inhóspito que aloja 
    las aguas placentarias 
    donde el canto construye 
    su forma hacia lo hondo. 
    Donde torna la rosa subterránea 
    (que urge material, que hermosa emerge) 
    en lengua poderosa. 
    Me interno en los rincones que rodean el patio. 
    Conservan sus enseres 
    la apariencia observada por los viejos objetos: 
    la urna, el astrolabio, la máscara, el espejo. 
    De su interior destilan la tensión que no dicen. 

    Compone su armonía una vasta intemperie, 
    un interior que oculta un dios oscuro. 
    Me encuentro a gusto entre su accidental presencia 
    de gastadas imágenes, de inscripciones caducas. 
    Lo que supuse, ellos, desvaídos asertan. 
    La penumbra de las cosas que habito 
    es el dulce lugar donde halla el asombro 
    la alta luz del encuentro, 
    la velada noticia de su origen más claro. 

    El cristal ha adoptado una distancia equívoca. 
    Lo que fui, lo que he sido, no lo sabe mi mano 
    (que desconoce el pulso de mi centro, 
    que yerra al calcular mi edad perfecta). 
    La mano desconoce el atributo 
    de quien alza y perece, se levanta, 
    y es hueco su cimiento, y es de aire. 
    ¿Es derrota silencio? 
    Acaso este horizonte conocido 
    en el recuerdo de la Habana Vieja 
    sea la salvación, la piedra, el sueño. 
    Acaso ya mi nada. 

    En el blanco, la huella 
    que recorre el pasado, 
    la niebla de febrero sobre el lago 
    y la velocidad ajena 
    con que los coches cruzan sus orillas. 
    Sobre el papel los claros de un bosque 
    a las afueras 
    de una ciudad que ignoro, 
    la vegetal sabiduría de la sombra, 
    el oquedal solícito. 
    En estas letras, tinta del fondo de la noche. 
    El espacio se torna fragmentario, difuso. 
    He recogido restos de un discurso arrasado, 
    de un canto ya abolido. 

    Me detengo en el vidrio 
    que mi hálito empaña. 
    Súbitamente sopla el sirocco de Roma 
    (hace tanto... ), la tarde (via Gesú e María) 
    en que quiso la muerte 
    aventar sus cenizas. 
    (La palabra nada es hermosa, dijiste. ) 
    No acepta la costumbre la sombra que tuvimos: 
    es pura argucia el tiempo. 

    La mirada se fija en las llamas azules. 
    Ya nublada, se vence. 
    Es inútil saber dónde me encuentro. 
    ¿Son acaso estas aguas un fiel eco del Tíber? 

    Ha cesado la lluvia: La ciudad ahora altera 
    la visión de su herrumbre.