I
Ahora,
en la mañana oscura del desceñido octubre,
en que, umbroso y en calma, yace el mar
entregado a la pura aquiescencia del cielo,
al deslizarse de las nubes blancas
que un gris ya casi mineral golpea,
marmóreo, dilatado,
ahora,
mientras el tiempo gira
a punto de ser siempre alumbramiento,
sin dar a luz más que el instante cierto
y siempre tembloroso,
y damos vueltas en su vientre ciego,
y entrega solamente
un puñado de arena
que vemos escurrirse entre las manos,
mientras un niño juega,
después de echar los dados,
ahora,
sólo ahora,
el comienzo
comienza.
II
Todo comienzo es ilusorio.
Todo comienzo es sólo un enlazarse
del principio y del fin en la cadena
del tiempo, es el instante
en que creímos ver el nacimiento
y el nacimiento es sólo un acto
de lo incesantemente renacido
—es decir, estas líneas semejan un comienzo
pero el comienzo surge a cada instante,
como la lluvia que esta tarde
vi caer sobre el mar
y esta tarde es tan solo una tarde del tiempo que renace
en un eterno recomienzo
y la lluvia y la tarde se han hundido en el tiempo
en el que ruedan siempre las nubes agolpadas
sobre los mármoles celestes
y la línea inicial es un comienzo
y la línea final será un comienzo.
III
Allí, en aquella parte
del libro que se abre
de la memoria mía, oigo
un rumor de arboledas, un barranco interpuesto
entre laderas altas en las que recorría
las piedras, las veredas,
la tarde en la que, solo, me alejé de la casa
y grabé en una piedra,
bajo los cielos cómplices,
la inicial de mi nombre
para dejar señal
del nombre y su secreto.
Y los cielos copiaban
el color de la tierra.
IV
Me seguía un perrillo
hambriento y fiel. Yo era
fiel también a sus pasos, y no sabría decir,
ahora, quién seguía
a quién. Y exploraba con mi hermana,
o con algún amigo, y muchas veces solo,
los pasajes del fuego sediento, el verano
en las bellas laderas, o los felices charcos
del otoño insular. En lo más alto
de los árboles hice un mirador
sobre la casa y sobre los caminos
que hasta ella llevaban, la camisa
manchada por el níspero de julio
y con tierra en las manos, descalzo
sobre la tierra húmeda y rojiza.
¿Podré decir, así, que el cielo
como manto allá arriba protegía
con su extendida claridad mis pasos?
Amada tierra de esplendor, cavé
desde entonces en ti, y en ti me acogerás.
V
Cada día, una página
del desplegado libro de la luz
se entregaba a mis ojos. ¡Fulgurante blancura
pisada por los pasos del niño que corría
sobre los médanos solares!
Luego, sobre la hierba, restañaban
las heridas manantes.
Oh renacida claridad,
aprendí pronto a amar, cerca de los naranjos,
la pedrería de la luz, el sol
cortado por las hojas en la hierba,
multiplicados soles diminutos
en el agua sencilla, en el estanque
y en las claras acequias. Aprendía.
VI
Los pies desnudos en la tierra, sobre
las uvas para el vino de noviembre,
sobre las piedras del barranco seco,
sobre la luz y su deshacimiento.
El pie dejaba
su huella por los mundos, se manchaba
con el limo solar. En las acequias
se lavaba tan solo
para poder ser uno con el sol.
Pisaba el pie la luz.
El sol tenía
la anchura del pie humano.
VII
El rumor de los árboles
y su texto infinito se escribían
con negros caracteres en el ojo
del sol. Y desde allí,
en remolino prieto, resbalaban
cayendo en la mirada como una fundición
de oro y hojas exactas
sobre el punto del iris.
Oh desasida claridad,
echado sobre el césped contemplaba
la avalancha solar, el aluvión
suave de nuestra luz
abrazando los mundos. Yo habitaba
en las torres del sol.
VIII
¿Era Sirio o Capella, Vega o Pólux?
Cuántas veces la vi temblar, arriba,
tras las montañas que tomaba
la espesura nocturna, entre las hojas
vibrátiles de abril, o echado yo,
las manos en la nuca,
por la arena de agosto,
sobre la lenta duna que aún guardaba el calor,
y cuántas veces quise
penetrar por su nombre en el secreto
silabario del cielo,
y saber la palabra que escribían
las luminarias renacientes, claro
secreto escrito en el fulgor supremo,
en la curva estelar del cielo tembloroso.
IX
Rosa carnal del risco, oscuro nudo
de pétalos que abrazan los soles y las lunas
y los aires que soplan desde el mar atezado,
animal que reposa: mira pasar a un niño.
Tú que fuiste mirada y que gobiernas
las horas y los días y las noches
en lo invisible que renace, mira
a un niño abandonar tu paraje aterido.
Míralo despoblar tu reino absorto,
dejar tu compañía para siempre,
el grácil contubernio. Un niño deja
el exento país entre el gorrión y el góngaro.
X
Comenzaba a saber
(pero sólo del modo en que ignorarlo
es una forma de conocimiento)
que, al igual que el silencio
ha de ser una parte del decir, que al igual
que la visión del cielo
forma parte del cielo,
una nube interior, muy parecida
a la que fluye quieta en la mañana
hecha de transparencia entrecruzada,
se alza hasta la visión
de la nada que somos, y que es todo.
Y la visión del hombre
se llega a transformar en la experiencia
de esta nada que está en ninguna parte.
Es una nube. Sólo
años después sabría que su nombre,
entre otros nombres justos que la llaman
y el nombre conseguido de los nombres,
es la nube clarísima
del no saber, la nube
interna del amor
y la contemplación. Es una nube
oscura y clara a un tiempo,
hecha de cegadora oscuridad.
Por este tiempo comencé a sentir
la sombra de esa nube
ante mí, precediendo
a menudo mis pasos,
y seguirla fue a veces
un acto de inocencia.
Era sólo una sombra, y ya sentía
su potestad, con todo.
Aquella nube, aquella
sombra del no saber era un saber.