El libro tras la duna, de Andrés Sánchez Robayna | Poema

    Poema en español
    El libro tras la duna

       I 


    Ahora, 
    en la mañana oscura del desceñido octubre, 
    en que, umbroso y en calma, yace el mar 
    entregado a la pura aquiescencia del cielo, 
    al deslizarse de las nubes blancas 
    que un gris ya casi mineral golpea, 
    marmóreo, dilatado, 
    ahora, 
    mientras el tiempo gira 
    a punto de ser siempre alumbramiento, 
    sin dar a luz más que el instante cierto 
    y siempre tembloroso, 
    y damos vueltas en su vientre ciego, 
    y entrega solamente 
    un puñado de arena 
    que vemos escurrirse entre las manos, 
    mientras un niño juega, 
    después de echar los dados, 
    ahora, 
    sólo ahora, 
    el comienzo 
    comienza. 
        

       II 


    Todo comienzo es ilusorio. 
    Todo comienzo es sólo un enlazarse 
    del principio y del fin en la cadena 
    del tiempo, es el instante 
    en que creímos ver el nacimiento 
    y el nacimiento es sólo un acto 
    de lo incesantemente renacido 
    —es decir, estas líneas semejan un comienzo 
    pero el comienzo surge a cada instante, 
    como la lluvia que esta tarde 
    vi caer sobre el mar 
    y esta tarde es tan solo una tarde del tiempo que renace 
    en un eterno recomienzo 
    y la lluvia y la tarde se han hundido en el tiempo 
    en el que ruedan siempre las nubes agolpadas 
    sobre los mármoles celestes 

    y la línea inicial es un comienzo 
    y la línea final será un comienzo. 



       III 


    Allí, en aquella parte 
    del libro que se abre 
    de la memoria mía, oigo 
    un rumor de arboledas, un barranco interpuesto 
    entre laderas altas en las que recorría 
    las piedras, las veredas, 
    la tarde en la que, solo, me alejé de la casa 
    y grabé en una piedra, 
    bajo los cielos cómplices, 
    la inicial de mi nombre 
    para dejar señal 
    del nombre y su secreto. 

    Y los cielos copiaban 
    el color de la tierra. 



    IV 

      
    Me seguía un perrillo 
    hambriento y fiel. Yo era 
    fiel también a sus pasos, y no sabría decir, 
    ahora, quién seguía 
    a quién. Y exploraba con mi hermana, 
    o con algún amigo, y muchas veces solo, 
    los pasajes del fuego sediento, el verano 
    en las bellas laderas, o los felices charcos 
    del otoño insular. En lo más alto 
    de los árboles hice un mirador 
    sobre la casa y sobre los caminos 
    que hasta ella llevaban, la camisa 
    manchada por el níspero de julio 
    y con tierra en las manos, descalzo 
    sobre la tierra húmeda y rojiza. 

    ¿Podré decir, así, que el cielo 
    como manto allá arriba protegía 
    con su extendida claridad mis pasos? 
    Amada tierra de esplendor, cavé 
    desde entonces en ti, y en ti me acogerás. 
        

       V 


    Cada día, una página 
    del desplegado libro de la luz 
    se entregaba a mis ojos. ¡Fulgurante blancura 
    pisada por los pasos del niño que corría 
    sobre los médanos solares! 
    Luego, sobre la hierba, restañaban 
    las heridas manantes. 

    Oh renacida claridad, 
    aprendí pronto a amar, cerca de los naranjos, 
    la pedrería de la luz, el sol 
    cortado por las hojas en la hierba, 
    multiplicados soles diminutos 
    en el agua sencilla, en el estanque 
    y en las claras acequias. Aprendía. 



       VI 


    Los pies desnudos en la tierra, sobre 
    las uvas para el vino de noviembre, 
    sobre las piedras del barranco seco, 
    sobre la luz y su deshacimiento. 

    El pie dejaba 
    su huella por los mundos, se manchaba 
    con el limo solar. En las acequias 
    se lavaba tan solo 
    para poder ser uno con el sol. 

    Pisaba el pie la luz. 

    El sol tenía 
    la anchura del pie humano. 



       VII 


    El rumor de los árboles 
    y su texto infinito se escribían 
    con negros caracteres en el ojo 
    del sol. Y desde allí, 
    en remolino prieto, resbalaban 
    cayendo en la mirada como una fundición 
    de oro y hojas exactas 
    sobre el punto del iris. 

    Oh desasida claridad, 
    echado sobre el césped contemplaba 
    la avalancha solar, el aluvión 
    suave de nuestra luz 
    abrazando los mundos. Yo habitaba 
    en las torres del sol. 



       VIII 


    ¿Era Sirio o Capella, Vega o Pólux? 

    Cuántas veces la vi temblar, arriba, 
    tras las montañas que tomaba 
    la espesura nocturna, entre las hojas 
    vibrátiles de abril, o echado yo, 
    las manos en la nuca, 
    por la arena de agosto, 
    sobre la lenta duna que aún guardaba el calor, 
    y cuántas veces quise 
    penetrar por su nombre en el secreto 
    silabario del cielo, 
    y saber la palabra que escribían 
    las luminarias renacientes, claro 
    secreto escrito en el fulgor supremo, 
    en la curva estelar del cielo tembloroso. 



       IX 


    Rosa carnal del risco, oscuro nudo 
    de pétalos que abrazan los soles y las lunas 
    y los aires que soplan desde el mar atezado, 
    animal que reposa: mira pasar a un niño. 

    Tú que fuiste mirada y que gobiernas 
    las horas y los días y las noches 
    en lo invisible que renace, mira 
    a un niño abandonar tu paraje aterido. 

    Míralo despoblar tu reino absorto, 
    dejar tu compañía para siempre, 
    el grácil contubernio. Un niño deja 
    el exento país entre el gorrión y el góngaro. 



       X 


    Comenzaba a saber 
    (pero sólo del modo en que ignorarlo 
    es una forma de conocimiento) 
    que, al igual que el silencio 
    ha de ser una parte del decir, que al igual 
    que la visión del cielo 
    forma parte del cielo, 
    una nube interior, muy parecida 
    a la que fluye quieta en la mañana 
    hecha de transparencia entrecruzada, 
    se alza hasta la visión 
    de la nada que somos, y que es todo. 
    Y la visión del hombre 
    se llega a transformar en la experiencia 
    de esta nada que está en ninguna parte. 
    Es una nube. Sólo 
    años después sabría que su nombre, 
    entre otros nombres justos que la llaman 
    y el nombre conseguido de los nombres, 
    es la nube clarísima 
    del no saber, la nube 
    interna del amor 
    y la contemplación. Es una nube 
    oscura y clara a un tiempo, 
    hecha de cegadora oscuridad. 

    Por este tiempo comencé a sentir 
    la sombra de esa nube 
    ante mí, precediendo 
    a menudo mis pasos, 
    y seguirla fue a veces 
    un acto de inocencia. 
    Era sólo una sombra, y ya sentía 
    su potestad, con todo. 
    Aquella nube, aquella 
    sombra del no saber era un saber.