¿Si, cual tus rasgados ojos,
es negra tu cabellera,
si la sonrisa del ángel
vaga en tu boca pequeña,
si el cuello tienes del cisne
y el tallo de la palmera,
qué pides, qué pides, niña
para parecer más bella?
Lo sé; envidias a la rosa
el puro color que ostenta,
y que a tus blancas mejillas
negó la naturaleza.
Si en la luna veneciana
tu bello rostro contemplas,
piensas con enojo, niña,
que la palidez lo afea.
La palidez que en mi alma
grata sensación despierta
de vaga melancolía
y de inefable tristeza.
Esa palidez, hermosa,
que es del sentimiento emblema,
y que el pensamiento imprime
en la frente del poeta.
Pálida vierte la aurora
lluvia de aljófar y perlas,
pálida la casta luna
del cenit se enseñorea.
Pálidos dan su fragancia
al aura de primavera
el jazmín de hojas menudas
y la cándida azucena.
Pálida en concha de nácar
brilla transparente perla,
y, en el azul firmamento,
las tembladoras estrellas.
Ese color da a tu rostro
melancólica belleza,
templa a tus ojos el fuego
y de languidez los vela;
incitadora frescura
a tus rojos labios presta,
que un clavel que abre su cáliz
sobre la nieve semejan,
y da a tu cándida frente
la aureola de pureza
con que el pincel de Murillo
a los ángeles rodea.
Muchas veces, al mirarte,
triste, pálida y ¡tan bella!
con negro, flotante velo,
que a merced del aura ondea,
por los rayos de la luna
en ondas de luz envuelta,
te creí genio nocturno,
vagando por la ribera.
Y cuando, inmóvil, las olas
vías morir en la arena,
blanca estatua de alabastro
que un rayo divino espera,
que el espíritu de vida
en su bella forma encienda.
Por eso te amé, por eso
eres luz de mi existencia,
y al mirarte al lado mío,
triste, pálida y... ¡tan bella!
veo en ti... la musa del llanto
que me inspira mis endechas.