Mientras que los gargajos rojos de la metralla silban surcando el cielo azul, día tras día, y que, escarlata o verdes, cerca del rey que ríe se hunden batallones que el fuego incendia en masa;
mientras que una locura desenfrenada aplasta y convierte en mantillo humeante a mil hombres; ¡pobres muertos! sumidos en estío, en la yerba, en tu gozo, Natura, que santa los creaste,
existe un Dios que ríe en los adamascados del altar, al incienso, a los cálices de oro, que acunado en Hosannas dulcemente se duerme.
Pero se sobresalta, cuando madres uncidas a la angustia y que lloran bajo sus cofias negras le ofrecen un ochavo envuelto en su pañuelo.
Con diecisiete años, no puedes ser formal. -¡Una tarde, te asqueas de jarra y limonada, de los cafés ruidosos con lustros deslumbrantes! -Y te vas por los tilos verdes de la alameda.
En la horca negra bailan, amable manco, bailan los paladines, los descarnados danzarines del diablo; danzan que danzan sin fin los esqueletos de Saladín.
A la plaza dispuesta con céspedes medrosos, donde todo es correcto: los árboles, las flores, asmáticos burgueses, que ahogan los calores, traen todos los jueves, sus rencillas, celosos.
Como un ángel sentado en manos de un barbero, vivo, alzando la jarra de profundos gallones, combados hipogastrio y cuello, con mi pipa, bajo un henchido viento de leves veladuras.
Aparcados en bancos de roble, en los rincones de la iglesia que entibia su aliento, con los ojos clavados en el coro dorado, mientras brama la escolanía cánticos piadosos por sus fauces, aspirando la cera como un olor de hogaza,