Si algo me gusta, es vivir. Ver mi cuerpo en la calle, hablar contigo como un camarada, mirar escaparates y, sobre todo, sonreír de lejos a los árboles…
También me gustan los camiones grises y muchísimo más los elefantes. Besar tus pechos, echarme en tu regazo y despeinarte, tragar agua de mar como cerveza amarga, espumeante.
Todo lo que sea salir de casa, estornudar de tarde en tarde, escupir contra el cielo de los tundras y las medallas de los similares, salir de esta espaciosa y triste cárcel, aligerar los ríos y los soles, salir, salir al aire libre, al aire.
Porque vivir se ha puesto al rojo vivo. (Siempre la sangre, oh Dios, fue colorada.) Digo vivir, vivir como si nada hubiese de quedar de lo que escribo.
Imaginé mi horror por un momento que Dios, el solo vivo, no existiera, o que, existiendo, sólo consistiera en tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento.
Quiero encontrar, ando buscando la causa del sufrimiento. La causa a secas del sufrimiento a veces mojado en sangre, en lágrimas, y en seco muchas más. La causa de las causas de las cosas horribles que nos pasan a los hombres.
Entre enfermedades y catástrofes entre torres turbias y sangre entre los labios así te veo así te encuentro mi pequeña paloma desguarnecida entre embarcaciones con los párpados entornados entre nieve y relámpago