Imaginé mi horror por un momento que Dios, el solo vivo, no existiera, o que, existiendo, sólo consistiera en tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento.
Y que la muerte, oh estremecimiento, fuese el hueco sin luz de una escalera, un colosal vacío que se hundiera en un silencio desolado, liento.
Entonces ¿para qué vivir, oh hijos de madre, a qué vidrieras, crucifijos y todo lo demás? Basta la muerte.
Basta. Termina, oh Dios, de maltratarnos. O si no, déjanos precipitarnos sobre Ti —ronco río que revierte.
No más patrias, por favor, no más banderas. No más sangre alimentando mercaderes. No más historias falseadas por el rencor de los mediocres. No más futuros inventados por los fabricantes de Caínes. No más batallas asesinas
Si algo me gusta, es vivir. Ver mi cuerpo en la calle, hablar contigo como un camarada, mirar escaparates y, sobre todo, sonreír de lejos a los árboles…
Aquí tenéis mi voz alzada contra el cielo de los dioses absurdos, mi voz apedreando las puertas de la muerte con cantos que son duras verdades como puños.
Escribo en defensa del reino del hombre y su justicia. Pido la paz y la palabra. He dicho «silencio», «sombra», «vacío» etcétera. Digo «del hombre y su justicia», «océano pacífico», lo que me dejan. Pido