Si algo me gusta, es vivir. Ver mi cuerpo en la calle, hablar contigo como un camarada, mirar escaparates y, sobre todo, sonreír de lejos a los árboles…
También me gustan los camiones grises y muchísimo más los elefantes. Besar tus pechos, echarme en tu regazo y despeinarte, tragar agua de mar como cerveza amarga, espumeante.
Todo lo que sea salir de casa, estornudar de tarde en tarde, escupir contra el cielo de los tundras y las medallas de los similares, salir de esta espaciosa y triste cárcel, aligerar los ríos y los soles, salir, salir al aire libre, al aire.
Cuando el llanto, partido en dos mitades, cuelga, sombríamente, de las manos, y el viento, vengador, viene y va, estira el corazón, ensancha el desamparo.
Cuando tu cuerpo es nieve perdida en un olvido deshelado, y el aire no se atreve a moverse por miedo a lo olvidado; y el mar, cuando se mueve e inventa otra postura, es sólo por sentirse de este lado más ágil de recuerdos y amargura.