Imaginé mi horror por un momento que Dios, el solo vivo, no existiera, o que, existiendo, sólo consistiera en tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento.
Y que la muerte, oh estremecimiento, fuese el hueco sin luz de una escalera, un colosal vacío que se hundiera en un silencio desolado, liento.
Entonces ¿para qué vivir, oh hijos de madre, a qué vidrieras, crucifijos y todo lo demás? Basta la muerte.
Basta. Termina, oh Dios, de maltratarnos. O si no, déjanos precipitarnos sobre Ti —ronco río que revierte.
Cuando el llanto, partido en dos mitades, cuelga, sombríamente, de las manos, y el viento, vengador, viene y va, estira el corazón, ensancha el desamparo.
Cuando tu cuerpo es nieve perdida en un olvido deshelado, y el aire no se atreve a moverse por miedo a lo olvidado; y el mar, cuando se mueve e inventa otra postura, es sólo por sentirse de este lado más ágil de recuerdos y amargura.