El solitario –quien ha estado en prisión- vuelve a su encierro cada vez que muerde un pedazo de pan. En prisión soñaba con una liebre que huía sobre la tierra invernal. En la niebla de invierno el solitario vive tras los muros del camino, bebiendo agua fría y mordiendo su pedazo de pan.
Uno cree que después renacerá la vida, que la respiración se calma, que regresa el invierno con el olor del vino en el caliente hostal, y el buen fuego, el establo y la cena. Uno cree, finalmente, que se está dentro, uno cree. Si sale afuera una tarde, y a la liebre la han apresado y la cocinan caliente los otros, alegres. Desearía mirarla a través de la vitrina.
El solitario intenta entrar para beber una copa cuando él mismo se congela, y contempla su vino: el color humeante, el sabor pesado. Muerde su pedazo de pan, que sabía a liebre en prisión, pero que ahora no sabe a pan ni a nada. Y el vino sólo sabe a niebla.
El solitario piensa en ese campo, contento de saberlo ya arado. En la sala desierta en voz baja se pone a cantar. Vuelve a ver a lo largo del cerco el mechón de la zarza desnuda que en agosto fue verde. Da un silbido a su perra. Y aparece la liebre y ya no tiene frío.
Cesare Pavese (1908-1950) nació en Santo Stefano Belbo, un pequeño pueblo del Piamonte. Además de traductor y editor, fue uno de los escritores más destacados de la historia de la literatura italiana. Su carácter introspectivo y solitario marcó toda su obra, muy ligada a los lugares donde creció y caracterizada por un delicado matiz intimista. A causa de su declarado antifascismo fue confinado durante tres años por el régimen de Mussolini en una pequeña población de Calabria, experiencia que lo marcó profundamente bajo el punto de vista humano y literario. Suyas son algunas de las obras más valiosas del siglo XX italiano. Entre ellas: El diablo en las colinas (1948), La luna y las fogatas (1950) o su magnífico diario publicado póstumamente, El oficio de vivir (1952). Se suicidó en Turín con 42 años.
Caminamos una tarde por la falda de un cerro, silenciosos. En la sombra del tardo crepúsculo mi primo es un gigante vestido de blanco, que se mueve pacato, con su rostro bronceado, taciturno. Callar es nuestra virtud.
Ceno cualquier cosa junto a la clara ventana. El cuarto tiene ya la oscuridad del cielo. Al salir, las calles tranquilas conducen, en pocos pasos, al campo abierto. Como y miro el cielo —quién sabe cuántas mujeres