entre los tallos delgados: la mujer le muerde los cabellos y después muerde la hierba. Entre la hierba, sonríe turbada. Coge el hombre su mano delgada y la muerde y se apoya en su cuerpo. Ella le echa, haciéndole dar tumbos. La mitad de aquel prado queda, así, enmarañada. La muchacha, sentada, se acicala el peinado y no mira al compañero, tendido, con los ojos abiertos.
Los dos, ante una mesita, se miran a la cara por la tarde y los transeúntes no cesan de pasar. De vez en cuando, les distrae un color más alegre. De vez en cuando, él piensa en el inútil día de descanso, dilapidado en acosar a esa mujer que es feliz al estar a su vera y mirarle a los ojos. Si con su piel le toca la pierna, bien sabe que mutuamente se envían miradas de sorpresa y una sonrisa, y que la mujer es feliz. Otras mujeres que pasan no le miran el rostro, pero esta noche por lo menos se desnudarán con un hombre. O es que acaso las mujeres sólo aman a quien malgasta su tiempo por nada.
Se han perseguido todo el día y la mujer tiene aún las mejillas enrojecidas por el sol. En su corazón le guarda gratitud. Ella recuerda un besazo rabioso intercambiado en un bosque, interrumpido por un rumor de pasos, y que todavía le quema. Estrecha consigo el verde ramillete -recogido de la roca de una cueva- de hermoso adianto y envuelve al compañero con una mirada embelesada. Él mira fijamente la maraña de tallos negruzcos entre el verde tembloroso y vuelve a asaltarle el deseo de otra maraña -presentida en el regazo del vestido claro- y la mujer no lo advierte. Ni siquiera la violencia le sirve, porque la muchacha, que le ama, contiene cada asalto con un beso y le coge las manos. Pero esta noche, una vez la haya dejado, sabe dónde irá: volverá a casa, atolondrado y derrengado, pero saboreará por lo menos en el cuerpo saciado la dulzura del sueño sobre el lecho desierto. Solamente -y esta será su venganza- se imaginará que aquel cuerpo de mujer que hará suyo será, lujurioso y sin pudor alguno, el de ella.
Ceno cualquier cosa junto a la clara ventana. El cuarto tiene ya la oscuridad del cielo. Al salir, las calles tranquilas conducen, en pocos pasos, al campo abierto. Como y miro el cielo —quién sabe cuántas mujeres
Caminamos una tarde por la falda de un cerro, silenciosos. En la sombra del tardo crepúsculo mi primo es un gigante vestido de blanco, que se mueve pacato, con su rostro bronceado, taciturno. Callar es nuestra virtud.