Poema negro, de Claudio de Alas | Poema

    Poema en español
    Poema negro

    Cuando moría, me enlazó en su brazo 
    cual un reptil de palpitante raso; 
    y con voz afiebrada y lastimera, 
    me dijo que cual última terneza, 
    y en recuerdo de toda su belleza, 
    me dejaba su blanca calavera... 

    Que robara a la hambrienta sepultura, 
    ese último jirón de su hermosura, 
    que una lívida amante me sería, 
    y en mis horas, alegres o de duelo, 
    su alma, descendiendo desde el cielo, 
    al través de sus cuencas me vería... 

    Pasa el tiempo... El ave silenciosa 
    del recuerdo voló sobre su fosa, 
    llamándome a cumplir aquel pedido, 
    que cual lúgubre flor de sus amores, 
    me dejó en los postreros estertores, 
    temerosa a los lutos del olvido. 

    Y era una noche. Oscuridad y viento; 
    la lluvia desgarrando el firmamento; 
    batida en sus ramajes la espesura; 
    los jardines tronchados y barridos; 
    y del mar, el estruendo y los rugidos, 
    resonando a lo lejos con pavura... 

    Ardiente el corazón, los miembros yertos, 
    escalé la muralla de los muertos; 
    y pensando en la súplica postrera 
    de esa lívida novia del Misterio, 
    me perdí en el profundo cementerio, 
    porque iba a robar su calavera. 

    Por las calles desiertas y medrosas, 
    buscando en los letreros de las fosas, 
    llegué hasta su sepulcro solitario. 
    El viento en los cipreses sollozaba, 
    y la lluvia, furiosa, me azotaba, 
    cual queriendo arrojarme del osario. 

    De una lámpara sorda, bajo el brillo, 
    su mármol quebranté con un martillo. 
    Cual fatídico abismo, negro y hondo, 
    de la tumba la puerta entenebrida 
    abierta contemplé... De entre su fondo, 
    brotó una bocanada corrompida! 

    Y en lo profundo de la negra caja, 
    entre blancos jirones de mortaja, 
    la miré desleída y pestilente: 
    sepultadas sus formas y sus manos, 
    entre olas hirvientes de gusanos 
    que tragaban su carne lentamente. 

    En sus sienes, mechones de cabellos, 
    sus ojos ¡ay! como ninguno bellos, 
    convertidos en cuencas pavorosas; 
    en su boca, que fue roja granada, 
    una muda y horrible carcajada, 
    y su pecho en piltrafas asquerosas... 

    De su belleza, que radió cual astro, 
    no había allí tan siquiera un rastro. 
    Era un informe y corrompido andrajo. 
    La miré contristado, mudo, inerte: 
    medité en los festines de la Muerte, 
    y me hundí en el sepulcro abierto a tajo. 

    Temblorosas, tendiéronse mis manos 
    al inmenso hervidero de gusanos. 
    Busqué de la garganta las junturas: 
    nervioso retorcí... Hubo traquidos 
    de huesos arrancados y partidos... 
    hasta que hollando vil las sepulturas. 

    Huí miedoso entre las sombras crueles, 
    creyendo que los muertos en tropeles, 
    levantaban su forma descarnada 
    corriendo a rescatar su calavera, 
    esa yerta y silente compañera 
    de la lóbrega noche de la Nada... 

    Eso pasó... fue ayer... Hoy, en mi mesa, 
    cual escombro final de su belleza, 
    helada, muda, lívida e inerte, 
    sobre mis libros en montón, reposa, 
    cual una gigantesca y blanca rosa, 
    _que ostentase la risa de la Muerte. _ 

    Sus grandes cuencas, como dos cavernas, 
    me contemplan inmóviles y eternas. 
    Atónito, al mirarlas, me figuro 
    que su alma tal vez huya del Cielo, 
    para triste, silente y con anhelo, 
    mirarme allá, desde su fondo oscuro. 

    Entonces con amor llego hasta ella, 
    y cual si fuera, cuando viva y bella, 
    por sus huesos, mi mano se desliza: 
    siento de ansia el corazón opreso, 
    y en el instante en que le doy un beso, 
    me encuentro ¡ay! con su macabra risa. 

    Y allá, de la alta noche, cuando escribo, 
    ante su faz sintiéndome cautivo, 
    me parece que se abren sus quijadas, 
    y que en frases muy tiernas, temblorosas, 
    me pide que le diga blandas cosas, 
    como en noches amantes y borradas... 

    Y soñando, la veo transformarse 
    en la bella de entonces, y acercarse... 
    y sentirme yo suyo... y ella mía... 
    Más, al instante mi pupila advierte, 
    que no es sino la imagen de la Muerte, 
    que me contempla extática y sombría. 

    Ya llevan mucho tiempo estos amores... 
    Es ella quién conoce mis dolores, 
    los sueños todos de mi vida entera... 
    Ella me da la desnudez que viste, 
    y yo el cariño de mi alma triste, 
    teniéndola de novia hasta que muera. 

    Y cuando rompa de la Vida el lazo, 
    cual ella a mí, la enlazará mi brazo, 
    y antes que en mi redor todo sucumba, 
    le diré como frase postrimera: 
    —Acompáñame, pobre calavera, 
    acompáñame, amada, hasta la tumba!... 

    • Cuando moría, me enlazó en su brazo 
      cual un reptil de palpitante raso; 
      y con voz afiebrada y lastimera, 
      me dijo que cual última terneza, 
      y en recuerdo de toda su belleza, 
      me dejaba su blanca calavera...