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Iban, a fuer de hambrientas, cavilosas con alguna inquietud y más galvana de julio caluroso una mañana, muy cerca de una aldea dos raposas.
Tenía la una de ellas brava traza, equívocas maneras y gazmoñas; pero entrambas a dos eran bisoñas en el arte difícil de la caza.
Llegan a una pradera que vecina está de cierta mísera aldehuela, párase la más diestra con cautela atisbando muy gorda una gallina.
El pájaro doméstico hacia casa iba, y paróse con visible pasmo, admiración profunda y entusiasmo al contemplar una perdiz que pasa.
«¡Ave -le dice-, que con raudo vuelo atraviesas de nubes el celaje, de admiración recibe el homenaje que extasiada te envía desde el suelo...!»
Entonces la raposa inteligente: «Acometamos -dice- este avechucho.» «Vásenos a escapar, volará mucho.» «Apostara a que no mi mejor diente.»
«¿Sábeslo tú?» «¡Por vida del dios Baco! ¿Pues qué? Si ella volara con destreza ¿por ventura elogiara la torpeza con que se mueve esotro pajarraco?»
Bien discurren a veces las raposas; sabe, si genios en buscar te afanas, que el hombre a quien admiran las medianas nunca será capaz de grandes cosas.