Yo, Señora, me soñaba
un sueño que no debiera:
que por mayo me hallaba
en un lugar do miraba
una muy linda ribera,
tan verde, florida y bella,
que de miralla y de vella,
mil cuidados deseché,
y con sólo uno quedé
muy grande, por gozar della.
Sin temor que allí podría
haber pesares ni enojos,
cuanto más dentro me vía,
tanto más me parecía
que se gozaban mis ojos.
Entre las rosas y flores
cantaban los ruiseñores,
las calandrias y otras aves,
con sones dulces, suaves,
pregonando sus amores.
Agua muy clara corría,
muy serena al parecer,
tan dulce si se bebía,
que mayor sed me ponía
acabada de beber.
Si a los árboles llegaba,
entre las ramas andaba
un airecico sereno,
todo manso, todo bueno,
que las hojas meneaba.
Buscando dónde me echar,
apartéme del camino,
y hallé para holgar
un muy sabroso lugar
a la sombra de un espino;
do tanto placer sentí
y tan contento me vi,
que diré que sus espinas
en rosas y clavellinas
se volvieran para mí.
En fin, que ninguna cosa
de placer y de alegría,
agradable ni sabrosa,
en esta fresca y hermosa
ribera me fallecía.
Yo, con sueño no liviano,
tan alegre y tan ufano
y seguro me sentía,
que nunca pensé que había
de acabarse allí el verano.
Lejos de mi pensamiento
desde a poco me hallé
que así durmiendo contento,
a la voz de mi tormento
el dulce sueño quebré;
y hallé que la ribera
es una montaña fiera,
muy áspera de subir,
donde no espero salir
de cautivo hasta que muera.