Yo, Señora, me soñaba un sueño que no debiera: que por mayo me hallaba en un lugar do miraba una muy linda ribera, tan verde, florida y bella, que de miralla y de vella, mil cuidados deseché, y con sólo uno quedé muy grande, por gozar della. Sin temor que allí podría haber pesares ni enojos, cuanto más dentro me vía, tanto más me parecía que se gozaban mis ojos. Entre las rosas y flores cantaban los ruiseñores, las calandrias y otras aves, con sones dulces, suaves, pregonando sus amores. Agua muy clara corría, muy serena al parecer, tan dulce si se bebía, que mayor sed me ponía acabada de beber. Si a los árboles llegaba, entre las ramas andaba un airecico sereno, todo manso, todo bueno, que las hojas meneaba. Buscando dónde me echar, apartéme del camino, y hallé para holgar un muy sabroso lugar a la sombra de un espino; do tanto placer sentí y tan contento me vi, que diré que sus espinas en rosas y clavellinas se volvieran para mí. En fin, que ninguna cosa de placer y de alegría, agradable ni sabrosa, en esta fresca y hermosa ribera me fallecía. Yo, con sueño no liviano, tan alegre y tan ufano y seguro me sentía, que nunca pensé que había de acabarse allí el verano. Lejos de mi pensamiento desde a poco me hallé que así durmiendo contento, a la voz de mi tormento el dulce sueño quebré; y hallé que la ribera es una montaña fiera, muy áspera de subir, donde no espero salir de cautivo hasta que muera.
Yo, Señora, me soñaba un sueño que no debiera: que por mayo me hallaba en un lugar do miraba una muy linda ribera, tan verde, florida y bella, que de miralla y de vella, mil cuidados deseché, y con sólo uno quedé
Dame, Amor, besos sin cuento, asida de mis cabellos, y mil y ciento tras ellos y tras ellos mil y ciento, y después de muchos millares, tres; y porque nadie lo sienta, desbaratemos la cuenta y contemos al revés.