Ojalá por fin pudiera decir qué está en mí. Gritar: gente, les mentí diciendo que eso no estaba en mí, cuando eso está ahí siempre, días y noches. Aunque gracias a eso supe describir sus ciudades inflamables, sus cortos amores y juegos desmembrándose en humus, aretes, espejos, el deslizar de un tirante, escenas de alcoba y de campos de batalla. Escribir fue para mí estrategia de protección, de borrar las huellas. Porque a la gente no puede gustarle aquél que alcanza lo prohibido.
Llamo en mi ayuda a los ríos en los que nadé, lagos con puentecillos entre cedazos, valle en cuyo eco la canción duplica la luz del anochecer, y confieso que mis extáticos halagos a la existencia sólo pudieron ser entrenamientos de alto estilo, Pero abajo estaba eso, que no me atrevo nombrar.
Eso se parece al pensamiento de alguien sin hogar, cuando atraviesa la ciudad ajena, congelada.
Se asemeja al momento cuando un judío cercado ve aproximarse los pesados cascos de los gendarmes alemanes.
Eso es cuando el hijo del rey se dirige a la ciudad y ve el mundo real: pobreza, enfermedad, vejez y muerte.
Eso puede ser comparado con el inmóvil rostro de alguien que entendió que fue abandonado para siempre.
O con las palabras del médico sobre la sentencia inevitable.
Porque eso significa enfrentar un muro de piedra y entender que ese muro no cederá ante ninguna de nuestras súplicas.
Ojalá por fin pudiera decir qué está en mí. Gritar: gente, les mentí diciendo que eso no estaba en mí, cuando eso está ahí siempre, días y noches. Aunque gracias a eso supe describir sus ciudades inflamables,