Si ser poeta significa poner cara de ensueño, perpetrar recitales a vista y paciencia del público indefenso, inflingirle poemas al crepúsculo y a los ojos de una amiga de quien deseamos no precisamente sus ojos; si ser poeta significa allegarse a mecenas de conducta sexual dudosa, tomar té con galletas junto a señoras relativamente deseables todavía y pontificar ante ellas sobre el amor y la paz sin sentir ni el amor ni la paz en la caverna del pecho; si ser poeta significa arrogarse una misión superior, mendigar elogios a críticos que en el fondo se aborrece, coludirse con los jurados en cada concurso, suplicar la inclusión revistas y antologías del momento, entonces, entonces, no quiero ser poeta.
Pero si ser poeta significa sudar y defecar como todos los mortales, contradecirse y remorderse, debatirse entre el cielo y la tierra, escuchar no tanto a los demás poetas como a los transeúntes anónimos, no tanto a los lingüistas cuanto a los analfabetos de precioso corazón; si ser poeta significa enterarse de que un Juan violó a su madre y a su propio hijo y que luego lloró terriblemente sobre el Evangelio de San Juan, su remoto tocayo, entonces, bueno, podría ser poeta y agregar algún suspiro a esta neblina.
Las muchachas sencillas dudan que el mundo sea un balneario para lograr bronceados excitantes y exhibirse como carne en la parrilla de una hostería al aire libre.
Si ser poeta significa poner cara de ensueño, perpetrar recitales a vista y paciencia del público indefenso, inflingirle poemas al crepúsculo y a los ojos de una amiga de quien deseamos no precisamente sus ojos; si ser poeta significa allegarse a mecenas de conducta sexual dudosa, tomar té con ga