Sólo yo sé cuándo sobrevivimos. Lo sé porque mis dedos se transforman en lápices de colores. Lo sé porque con ellos dibujo en las paredes de tu casa mujeres con rostro de epitafio. Porque, a la caricia de la punta, comienza el derrame de los cimientos formando arco iris en la noche. Porque, al escribir testamentos en el suelo, se remueven las vísceras de azúcar, y trepan tus raíces.
Grabo versos de colores fríos en tu piel, de arquitrabe a basa, y les llueve y los diluye, y compruebo que la lluvia suena como hacen al caer las canicas brillantes y naranjas que cambiaba en el patio del recreo, poco antes de calzar mi primer bikini.
Hoy guardo las canicas, como un apagado tesoro, en los huecos de otras espaldas.
Pinto también en la terraza de enfrente un jardín de lápidas cálidas y hermosas. Trazo como una medusa de bronce, un paraíso de cadenas hendiendo en mantillo el valle diminuto que proclama que es frágil y sin embargo, dirás tú, sobrevive.
Escribiré quinientas veces el nombre de mi madre. Con un vestido blanco trazaré cada una de sus letras por las paredes de mi dormitorio, por el suelo del patio del colegio, por el pasillo de la casa más antigua. Para
Sólo yo sé cuándo sobrevivimos. Lo sé porque mis dedos se transforman en lápices de colores. Lo sé porque con ellos dibujo en las paredes de tu casa mujeres con rostro de epitafio. Porque, a la caricia de la punta,
Tengo una enorme colección de amantes. Me consuelan y me aman y con ellos mi ego se expande y extramuros alcanza la azotea. Cuando estoy con cualquiera de ellos, o con todos a la vez, siento la pesada carga de millones de pupilas subidas a mi grupa,