Las vírgenes terrestres, de Enriqueta Ochoa | Poema

    Poema en español
    Las vírgenes terrestres

    En vano envejecerás doblado en los archivos: 
    no encontrarás mi nombre. 
    En vano medirás los surcos sementados 
    queriendo hallar mis propiedades. 
    No tengo posesiones. 
    En cambio, 
    es mío el sueño de los valles arrobados 
    y mío el subterráneo rumor de la semilla. 
    Si me extraviara a tientas en la oscuridad, 
    ¿cómo podrían llamarme y entenderles? 
    Llámenme con el nombre 
    del único incoloro vestido que he llevado: 
    el de virgen terrestre. 



       I 


    Duele la tierra henchida de vigores 
    sollamando la frente, 
    quemando las entrañas... 
    Todo mi nombre dentro se me rompe de odio. 
    Odio a la puerta en mí siempre llamada, 
    odio al jardín de afanes desgajados 
    entre el sol y la muerte. 
    Por encima de las colinas arde la luz. 
    El tiempo se deshoja 
    y yo envejezco aquí traspasada de urgencias 
    frente a la puerta hermética. 
    Soy la virgen terrestre espesa de amargura, 
    desolada corriendo 
    del reguero de impactos en mi pulso. 
    Ya no me soporto en las grietas de la espera 
    ni el sopor del silencio. 



       II 


    ¡Mentira que somos frescas quiebras cintilando en el agua!, 
    que un temblor de castidad serena 
    nos albea la frente; 
    que los luceros se exprimen en los ojos 
    y nos embriagan de paz. 
    ¡Mentira! 
    Hay una corriente oscura disuelta en las entrañas 
    que nos veda pisar sin ser oídas 
    y sostener equilibrio de rodillas 
    con un racimo de luces extasiadas 
    en el pecho. 



       III 


    Dicen que una debe 
    morderse todas las palabras 
    y caminar de puntas, con sigilo, cubriendo las rendijas, 
    acallando al instinto desatado, 
    y poblando de estrellas las pupilas para ahogar 
    el violento delirio del deseo. 
    Pero es que si el cuerpo 
    pide su eternidad limpio y derecho, 
    es un mordiente enojo andarle huyendo; 
    dejar su temblorosa mies ardiendo a solas 
    sin el olor oscuro de los pinos. 
    Siempre cerrada, ignorando cómo se desgaja 
    el surco dorado ante la siembra; 
    de tumbo en tumbo, 
    cerrados los sentidos 
    y alumbrándose a medias. 



       IV 


    Viejas causas, cánones hostiles, 
    fervorosos principios maniatándome. 
    ¿Sobre qué ejes giran que me doblan 
    a beberme la muerte en la conciencia? 
    Yo me miro y no soy sino una cripta en llamas, 
    una existencia informe, sonámbula, 
    cargada de fatiga. 
    ¿Es lícito permitir que se extinga 
    en servidumbre enferma 
    el bárbaro reclamo que nos sube 
    de abordar a la tierra por la tierra? 



       V 


    En esta brava inmensidad 
    no logran retenerme los desvaríos blandos 
    o el ímpetu del sueño. 
    La tierra es ruda, trémula, ardorosa, 
    y se me expande dentro. 
    El vértigo sanguíneo esplende 
    arrebatando al canto 
    y ni le puedo contener el paso 
    ni sustraerme a los labios 
    que me caen al papel como dos brasas. 



       VI 


    Pienso en las abastecidas, las satisfechas, 
    las del ancho mar; 
    las que reciben el regocijo vital de las corrientes 
    —cauces donde la vida vibra y eterniza. 
    Pienso en las abastecidas 
    y me irrita el despecho 
    de mi roja marea sofocada; 
    de no encontrar la presencia de Dios 
    por ningún ángulo 
    y andar de pueblo en pueblo emblanquecida de miedo, 
    de pasión y de tedio, 
    sepulto el corazón bajo el hollín 
    de todos los recelos. 



       VII 


    Te rindo y te maldigo gran olor de la tierra, 
    tempestad original, 
    relámpago dulcísimo de muerte. 
    Te maldice el temor 
    de ver que Dios no acierte a descifrar mi nombre: 
    porque yo, la que soy, 
    no asisto ni en el monte Tabor 
    para el desposamiento en brillos 
    ni escalo 
    por los peldaños de la sangre al sol. 
    Dije que era un vaivén de ola sombría: 
    la ola de las vírgenes terrestres, 
    las que no recibimos más nombre 
    que el que nos dieron niñas en la pila; 
    y cuando Dios nos llame 
    no podrá encontrarnos. 
    Dirá: las innombradas, 
    los desvaídos soplos, los desplomes silentes, 
    las estepas perdidas bajo esfumino duro. 
    Y nosotras, cubiertas de humo en las honduras 
    de un país olvidado, 
    vocearemos respuestas en remolino cálido, 
    arderemos los montes, 
    alzaremos los brazos con furia atropellada, 
    y todas en un grito hendiendo los contornos 
    serpentearemos secas, deshechas de agonía. 
    Pero inútil, inútil, 
    porque a la tierra estéril 
    no se le oyen los labios.