Estoy sola, muy sola, entre mi cintura y mi vestido, sola entre mi voz entera, con una carga de ángeles menudos como esas caricias que se desploman solas en los dedos. Entre mi pelo, a la deriva, un remero azul, confundido, busca un niño de arena. Sosteniendo sus tribus de olores con un hilo pálido, contra un perfil de rosa, en el rincón más quieto de mis párpados trece peregrinos se agolpan.
II
Arqueándome ligeramente sobre mi corazón de piedra en flor para verlo, para calzarme sus arterias y mi voz en un momento dado en que alguien venga, y me llame... pero ahora que no me llame nadie, que no quepo en la voz de nadie, que no me llamen, porque estoy bajando al fondo de mi pequeñez, a la raíz complacida de mi sombra, porque ahora estoy bajando al agónico tacto de un minero, con su media flor al hombro, y una gran letra de te quiero al cinto. Y bajo más, a las inmediaciones del aire que aligerado espera las letras de su nombre para nacer perfecto y habitable. Bajo, desciendo mucho más, ¿quién me encontrará? Me calzo mis arterias (qué gran prisa tengo), me calzo mis arterias y mi voz, me pongo mi corazón de piedra en flor, para que en un momento dado alguien venga, y me llame, y no esté yo ligeramente arqueada sobre mi corazón, para verlo. y no tenga yo que irme y dejar mi gran voz, y mi alto corazón de piedra en flor.
El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de sinsabores; que sale como una flor, y es cortado, y huye como la sombra, y no permanece. Job 14, 1 y 2.