Todo el romanticismo fue una barcarola... pero una barcarola maravillosa. Si os fijáis un poco, en todas las obras románticas se oye chapotear con lentitud los remos. No hizo la serenata maravillosa, como no consiguió jamás el idilio perfecto, pero inventó y exaltó la barcarola. La playa fue el escenario del romanticismo y en las olas de la playa lloraron sus figuras (con el mar muy tranquilo, por supuesto) mientras trazaban sobre la arena húmeda las rutas para llegar a la fantástica isla de oro.
El romanticismo no tiene montañas, ni yermos enjutos (Castilla no fue para los románticos). Su mayor altura es el acantilado, cortado como un queso sobre el agua. Los románticos se situaron frente al mar para no ver sino lo exterior, las olas y el cielo, pero ni comprendieron el ritmo interior de las mareas, ni supieron cantar los rebaños inmensos de peces, ni los bosques de coral.
Ni crearon un palacio encantado bajo las aguas, ni dieron una significación nueva a las ondinas y los tritones... pero en cambio se asimilaron las olas de una manera verdaderamente admirable. Así como el clásico ara la tierra, o monta a caballo por la llanura, el romántico va siempre en una barca desafiando al viento, a Dios y a la Muerte en un solo instante que quisiera hacer eterno. Por eso todas sus figuras tienen algo de ola.