Carta para Arias Montano, de Francisco de Aldana | Poema

    Poema en español
    Carta para Arias Montano

    Montano, cuyo nombre es la primera 
    estrellada señal por do camina 
    el sol el cerco oblicuo de la esfera, 

    nombrado así por voluntad divina, 
    para mostrar que en ti comienza Apolo 
    la luz de su celeste diciplina: 

    yo soy un hombre desvalido y solo, 
    expuesto al duro hado cual marchita 
    hoja al rigor del descortés Eolo; 

    mi vida temporal anda precita 
    dentro el infierno del común trafago 
    que siempre añade un mal y un bien nos quita. 

    Oficio militar profeso y hago, 
    baja condenación de mi ventura 
    que al alma dos infiernos da por pago. 

    Los huesos y la sangre que natura 
    me dio para vivir, no poca parte 
    dellos y della he dado a la locura, 

    mientras el pecho al desenvuelto Marte 
    tan libre di que sin mi daño puede, 
    hablando la verdad, ser muda el arte. 

    Y el rico galardón que se concede 
    a mi (llámola así) ciega porfía 
    es que por ciego y porfiado quede. 

    No digo más sobre esto, que podría 
    cosas decir que un mármol deshiciese 
    en el piadoso humor que el ojo envía, 

    y callaré las causas de interese, 
    no sé si justo o injusto, que en alguno 
    hubo porque mi mal más largo fuese. 

    Menos te quiero ser ora importuno 
    en declarar mi vida y nacimiento, 
    que tiempo dará Dios más oportuno: 

    basta decir que cuatro veces ciento 
    y dos cuarenta vueltas dadas miro 
    del planeta seteno al firmamento 

    que en el aire común vivo y respiro, 
    sin haber hecho más que andar haciendo 
    yo mismo a mí, crüel, doblado tiro 

    y con un trasgo a brazos debatiendo 
    que al cabo, al cabo, ¡ay Dios!, de tan gran rato 
    mi costoso sudor queda riendo. 

    Mas ya, ¡merced del cielo!, me desato, 
    ya rompo a la esperanza lisonjera 
    el lazo en que me asió con doble trato. 

    Pienso torcer de la común carrera 
    que sigue el vulgo y caminar derecho 
    jornada de mi patria verdadera; 

    entrarme en el secreto de mi pecho 
    y platicar en él mi interior hombre, 
    dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho. 

    Y porque vano error más no me asombre, 
    en algún alto y solitario nido 
    pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre 

    y, como si no hubiera acá nacido, 
    estarme allá, cual Eco, replicando 
    al dulce son de Dios, del alma oído. 

    Y ¿qué debiera ser, bien contemplando, 
    el alma sino un eco resonante 
    a la eterna beldad que está llamando 

    y, desde el cavernoso y vacilante 
    cuerpo, volver mis réplicas de amores 
    al sobrecelestial Narciso amante; 

    rica de sus intrínsecos favores, 
    con un piadoso escarnio el bajo oficio 
    burlar de los mundanos amadores? 

    En tierra o en árbol hoja algún bullicio 
    no hace que, al moverse, ella no encuentra 
    en nuevo y para Dios grato ejercicio; 

    y como el fuego saca y desencentra 
    oloroso licor por alquitara 
    del cuerpo de la rosa que en ella entra, 

    así destilará, de la gran cara 
    del mundo, inmaterial varia belleza 
    con el fuego de amor que la prepara; 

    y pasará de vuelo a tanta alteza 
    que, volviéndose a ver tan sublimada, 
    su misma olvidará naturaleza, 

    cuya capacidad ya dilatada 
    allá verná do casi ser le toca 
    en su primera causa transformada. 

    Ojos, oídos, pies, manos y boca, 
    hablando, obrando, andando, oyendo y viendo, 
    serán del mar de Dios cubierta roca; 

    cual pece dentro el vaso alto, estupendo, 
    del oceano irá su pensamiento 
    desde Dios para Dios yendo y viniendo. 

    Serále allí quietud el movimiento, 
    cual círculo mental sobre el divino 
    centro, glorioso origen del contento, 

    que, pues el alto, esférico camino 
    del cielo causa en él vida y holganza, 
    sin que lugar adquiera peregrino, 

    llegada el alma al fin de la esperanza, 
    mejor se moverá para quietarse 
    dentro el lugar que sobre el mundo alcanza, 

    do llega en tanto extremo a mejorarse 
    (torno a decir) que en él se transfigura, 
    casi el velo mortal sin animarse. 

    No que del alma la especial natura, 
    dentro al divino piélago hundida, 
    cese en el hacedor de ser hechura, 

    o quede aniquilada y destrüida, 
    cual gota de licor, que el rostro enciende, 
    del altísimo mar toda absorbida, 

    mas como el aire, en quien en luz se extiende 
    el claro sol, que juntos aire y lumbre 
    ser una misma cosa el ojo entiende. 

    Es bien verdad que a tan sublime cumbre 
    suele impedir el venturoso vuelo 
    del cuerpo la terrena pesadumbre. 

    Pero, con todo, llega al bajo suelo 
    la escala de Jacob, por do podemos 
    al alcázar subir del alto cielo; 

    que, yendo allá, no dudo que encontremos 
    favor de más de un ángel diligente 
    con quien alegre tránsito llevemos. 

    Puede del sol pequeña fuerza ardiente 
    desde la tierra alzar graves vapores 
    a la región del aire allá eminente, 

    ¿y tantos celestiales protectores, 
    para subir a Dios alma sencilla, 
    vernán a ejercitar fuerzas menores? 

    Mas pues, Montano, va mi navecilla 
    corriendo este gran mar con suelta vela, 
    hacia la infinidad buscando orilla, 

    quiero, para tejer tan rica tela, 
    muy desde atrás decir lo que podría 
    hacer el alma que a su causa vuela. 

    Paréceme, Montano, que debría 
    buscar lugar que al dulce pensamiento, 
    encaminando a Dios, abra la vía, 

    ado todo exterior derramamiento 
    cese, y en su secreto el alma entrada 
    comience a examinar, con modo atento, 

    antes que del Señor fuese criada 
    cómo no fue, ni pudo haber salido 
    de aquella privación que llaman nada; 

    ver aquel alto piélago de olvido, 
    aquel sin hacer pie luengo vacío, 
    tomado tan atrás del no haber sido, 

    y diga a Dios: «¡Oh causa del ser mío, 
    cuál me sacaste desa muerte escura, 
    rica del don de vida y de albedrío!» 

    Allí, gozosa en la mayor natura, 
    déjese el alma andar süavemente 
    con leda admiración de su ventura. 

    Húndase toda en la divina fuente 
    y, del vital licor humedecida, 
    sálgase a ver del tiempo en la corriente: 

    veráse como línea producida 
    del punto eterno, en el mortal sujeto 
    bajada a gobernar la humana vida 

    dentro la cárcel del corpóreo afeto, 
    hecha horizonte allí deste alterable 
    mundo y del otro puro y sin defeto; 

    donde, a su fin únicamente amable 
    vuelta, conozca dél ser tan dichosa 
    forma gentil de vida indeclinable, 

    y sienta que la mano dadivosa 
    de Dios cosas crïo tantas y tales, 
    hasta la más süez, mínima cosa, 

    sin que las calidades principales, 
    los cielos con su lúcida belleza, 
    los coros del Impíreo angelicales 

    consigan facultad de tanta alteza 
    que lo más bajo y vil que asconde el cieno 
    puedan criar, ni hay tal naturaleza. 

    Enamórese el alma en ver cuán bueno 
    es Dios, que un gusanillo le podría 
    llamar su criador de lleno en lleno, 

    y poco a poco le amanezca el día 
    de la contemplación, siempre cobrando 
    luz y calor que Dios de allá le envía. 

    Déjese descansar de cuando en cuando 
    sin procurar subir, porque no rompa 
    el hilo que el amor queda tramando, 

    y veráse colmar de alegre pompa, 
    de divino favor, tan ordenado 
    cuan libre de desmán que le interrompa. 

    Torno a decir que el pecho enamorado 
    la celestial, de allá, rica inflüencia 
    espere humilde, atento y reposado, 

    sin dar ni recebir propia sentencia, 
    que en tal lugar la lengua más despierta 
    es de natura error y balbucencia. 

    Abra de par en par la firme puerta 
    de su querer, pues no tan presto pasa 
    el sol por la región del aire abierta, 

    ni el agua universal con menos tasa 
    hinchió toda del suelo alta abertura, 
    bajando a la región de luz escasa, 

    como aquella mayor, suma natura 
    hinche de su divino sentimiento 
    el alma cuando abrir se le procura. 

    No que de allí le quede atrevimiento 
    para creer que en sí mérito encierra 
    con que al supremo obligue entendimiento, 

    pues la impotencia misma que la tierra 
    tiene para obligar que le dé el cielo 
    llovida ambrosia en valle, en llano, o en sierra, 

    o para producir flores el hielo 
    y plantas levantar de verde cima 
    desierto estéril y arenoso suelo, 

    tiene el alma mejor, de más estima, 
    para obligar que en ella gracia influya 
    el bien que a tanta alteza le sublima. 

    Es don de Dios, manificiencia suya, 
    divina autoridad que el ser abona, 
    de nuestra indinidad que no le arguya; 

    y cuando da de gloria la corona, 
    es último favor que los ya hechos, 
    como sus propios méritos, corona. 

    Así que el alma en los divinos pechos 
    beba infusión de gracia sin buscalla, 
    sin gana de sentir nuevos provechos, 

    que allí la diligencia menos halla 
    cuanto más busca, y suelen los favores 
    trocarse en interior, nueva batalla. 

    No tiene que buscar los resplandores 
    del sol quien de su luz anda cercado, 
    ni el rico abril pedir hierbas y flores; 

    pues no mejor el húmido pescado 
    dentro el abismo está del oceano, 
    cubierto del humor grave y salado, 

    que el alma, alzada sobre el curso humano 
    queda, sin ser curiosa o diligente, 
    de aquel gran mar cubierta ultramundano; 

    no, como el Pece, sólo exteriormente, 
    mas dentro mucho más que esté en el fuego 
    el íntimo calor que en él se siente. 

    Digo que puesta el alma en su sosiego 
    espere a Dios, cual ojo que cayendo 
    se va sabrosamente al sueño ciego, 

    que al que trabaja por quedar durmiendo, 
    esa misma inquietud destrama el hilo 
    del sueño, que se da no le pidiendo. 

    Ella verá, con desusado estilo, 
    toda regarse, y regalarse junto, 
    de un salido de Dios sagrado Nilo; 

    recogida su luz toda en un punto, 
    aquella mirará de quien es ella 
    indinamente imagen y trasunto 

    y, cual de amor la matutina estrella 
    dentro el abismo del eterno día, 
    se cubrirá toda luciente y bella. 

    Como la hermosísima judía 
    que, llena de doncel, novicio espanto, 
    viendo Isaac que para sí venía, 

    dejó cubrir el rostro con el manto, 
    y decendida presto del camello 
    recoge humilde al novio casto y santo, 

    disponga el alma así con Dios hacello 
    y de su presunción decienda altiva, 
    cubierto el rostro y reclinado el cuello. 

    y aquella sacrosanta virtud viva, 
    única, crïadora y redentora, 
    con profunda humildad en sí reciba. 

    Mas ¿quién dirá, mas quién decir agora 
    podrá los peregrinos sentimientos 
    que el alma en sus potencias atesora: 

    aquellos ricos amontonamientos 
    de sobrecelestiales inflüencias 
    dilatados de amor descubrimientos; 

    aquellas ilustradas advertencias 
    de las musas de Dios sobreesenciales, 
    destierro general de contingencias; 

    aquellos nutrimentos divinales, 
    de la inmortalidad fomentadores, 
    que exceden los posibles naturales; 

    aquellos (¡qué diré!) colmos favores, 
    privanzas nunca oídas, nunca vistas, 
    suma especialidad del bien de amores? 

    ¡Oh grandes, oh riquísimas conquistas 
    de las Indias de Dios, de aquel gran mundo 
    tan escondido a las mundanas vistas! 

    Mas ¡ay de mí!, que voy hacia el profundo 
    do no se entiende suelo ni ribera, 
    y si no vuelvo atrás, me anego y hundo. 

    No más allá; ni puedo, aunque lo quiera. 
    Do la vista alcanzó, llegó la mano; 
    ya se les cierra a entrambos la carrera. 

    ¿Notaste bien, dotísimo Montano, 
    notaste cuál salí, más atrevido 
    que del cretense padre el hijo insano? 

    Tratar en esto es sólo a ti debido, 
    en quien el cielo sus noticias llueve 
    para dejar el mundo enriquecido; 

    por quien de Pindo las hermanas nueve 
    dejan sus montes, dejan sus amadas 
    aguas, donde la sed se mata y bebe, 

    y en el santo Sïon ya trasladadas, 
    al profético coro por tu boca 
    oyendo están, atentas y humilladas. 

    ¡Dichosísimo aquél que estar le toca 
    contigo en bosque o en monte o en valle umbroso 
    o encima la más alta, áspera roca! 

    ¡Oh tres y cuatro veces yo dichoso 
    si fuese Aldino aquél, si aquél yo fuese 
    que, en orden de vivir tan venturoso, 

    juntamente contigo estar pudiese, 
    lejos de error, de engaño y sobresalto, 
    como si el mundo en sí no me incluyese! 

    Un monte dicen que hay sublime y alto, 
    tanto que, al parecer, la excelsa cima 
    al cielo muestra dar glorioso asalto 

    y que el pastor, con su ganado, encima, 
    debajo de sus pies correr el trueno 
    ve dentro el nubiloso, helado clima, 

    y en el puro, vital aire sereno 
    va respirando allá, libre y exento, 
    casi nuevo lugar, del mundo ajeno, 

    sin que le impida el desmandado viento, 
    el trabado granizo, el suelto rayo, 
    ni el de la tierra grueso, húmido aliento. 

    Todo es tranquilidad de fértil mayo, 
    purísima del sol templada lumbre, 
    de hielo o de calor sin triste ensayo. 

    Pareces tú, Montano, a la gran cumbre 
    deste gran monte, pues vivir contigo 
    es muerte de la misma pesadumbre, 

    es un poner debajo a su enemigo: 
    de la soberbia el trueno estar mirando 
    cuál va descomponiendo al más amigo, 

    las nubes de la invidia descargando 
    ver, de murmuración duro granizo, 
    de vanagloria el viento andar soplando, 

    y de lujuria el rayo encontradizo, 
    de acidia el grueso aliento y de avaricia, 
    con lo demás que el padre antiguo hizo; 

    y desta turba vil que el mundo envicia 
    descargado, gozar cuanto ilustrare 
    el sol en ti de gloria y de justicia. 

    El alma que contigo se juntare 
    cierto reprimirá cualquier deseo 
    que contra el proprio bien la vida encare; 

    podrá luchar con el terrestre Anteo 
    de su rebelde cuerpo, aunque le cueste 
    vencer la lid por fuerza y por rodeo, 

    y casi vuelta un Hércules celeste, 
    sompesará de tierra ese imperfeto, 
    porque el f avor no pase della en éste, 

    tanto que el pie del sensitivo afeto 
    no la llegue a tocar y el enemigo 
    al hercúleo valor quede sujeto; 

    de sí le apartará, junto consigo 
    domándole, firmado en la potencia 
    del pecho ejecutor del gran castigo; 

    serán temor de Dios y penitencia 
    los brazos, coronada de diadema 
    la caridad, valor de toda esencia. 

    Mas para conclüir tan largo tema, 
    quiero el lugar pintar do, con Montano, 
    deseo llegar de vida al hora extrema. 

    No busco monte excelso y soberano, 
    de ventiscosa cumbre, en quien se halle 
    la triplicada nieve en el verano; 

    menos profundo, escuro, húmido valle 
    donde las aguas bajan despeñadas 
    por entre desigual, torcida calle; 

    las partes medias son más aprobadas 
    de la natura, siempre frutüosas, 
    siempre de nuevas flores esmaltadas. 

    Quiero también, Montano, entre otras cosas, 
    no lejos descubrir de nuestro nido 
    el alto mar, con ondas bulliciosas: 

    dos elementos ver, uno movido 
    del aéreo desdén, otro fijado, 
    sobre su mismo peso establecido; 

    ver uno desigual, otro igualado, 
    de mil colores éste, aquél mostrando 
    el claro azul del cielo no añublado. 

    Bajaremos allá de cuando en cuando, 
    altas y ponderadas maravillas 
    en recíproco amor juntos tratando. 

    Verás por las marítimas orillas 
    la espumosa resaca entre el arena 
    bruñir mil blancas conchas y lucillas, 

    en quien hiriendo el sol con luz serena, 
    echan como de sí nuevos resoles 
    do el rayo visüal su curso enfrena. 

    Verás mil retorcidas caracoles, 
    mil bucios istrïados, con señales 
    y pintas de lustrosos arreboles: 

    los unos del color de los corales, 
    los otros de la luz que el sol represa 
    en los pintados arcos celestiales, 

    de varia operación, de varia empresa, 
    despidiendo de sí como centellas, 
    en rica mezcla de oro y de turquesa. 

    Cualquiera especie producir de aquéllas 
    verás (lo que en la tierra no acontece) 
    pequeñas en extreno y grandes dellas, 

    donde el secreto, artificioso pece 
    pegado está, y en otros despegarse 
    suele y al mar salir, si le parece, 

    (por cierto, cosa dina de admirarse 
    tan menudo animal sin niervo y hueso 
    encima tan gran máquina arrastrarse, 

    crïar el agua un cuerpo tan espeso 
    como la concha, casi fuerte muro 
    reparador de todo caso avieso, 

    todo de fuera peñascoso y duro, 
    liso de dentro, que al salir injuria 
    no haga a su señor tratable y puro), 

    el nácar, el almeja y la purpuria 
    venera, con matices luminosos 
    que acá y allá del mar siguen la furia. 

    ¡Ver los marinos riscos cavernosos 
    por alto y bajo en varia forma abiertos, 
    do encuentran mil embates espumosos; 

    los peces acudir por sus inciertos 
    caminos con agalla purpurina, 
    de escamoso cristal todos cubiertos! 

    También verás correr por la marina, 
    con sus airosas tocas, sesga y presta, 
    la nave, a lejos climas peregrina. 

    Verás encaramar la comba cresta 
    del líquido elemento a los extremos 
    de la helada región, al fuego opuesta; 

    los salados abismos miraremos 
    entre dos sierras de agua abrir cañada, 
    que de temor Catón suelta sus remos. 

    Veráse luego mansa y reposada 
    la mar, que por sirena nos figura 
    la bien regida y sabia edad pasada, 

    la cual en tan gentil, blanda postura 
    vista del marinero, se adormece 
    casi a música voz, süave y pura, 

    y en tanto el fiero mar se arbola y crece 
    de modo que, aun despierto, ya cualquiera 
    remedio de vivir le desfallece. 

    En fin, Montano, el que temiendo espera 
    y velando ama, sólo éste prevale 
    en la estrecha, de Dios, cierta carrera. 

    Mas ya parece que mi pluma sale 
    del término de epístola, escribiendo 
    a ti, que eres de mí lo que más vale; 

    a mayor ocasión voy remitiendo, 
    de nuestra soledad contemplativa, 
    algún nuevo primor que della entiendo. 

    Tú, mi Montano, así tu Aldino viva 
    contigo, en paz dichosa, esto que queda 
    por consumir de vida fugitiva; 

    y el cielo, cuando pides, te conceda 
    que nunca de su todo se desmiembre 
    ésta tu parte y siempre serlo pueda. 

    Nuestro Señor en ti su gracia siembre 
    para coger la gloria que promete. 
    De Madrid, a los siete de setiembre, 
    mil y quinientos y setenta y siete.