Hablo del hombre. Me atribuyo su voz, como si el hombre hubiera enmudecido, como si su laringe fuera un órgano inútil, como si de sus labios sólo pudieran brotar besos o eructos. Hablo del hombre. Finjo que lo conozco. Imito su tristeza o su alegría. Voy a los sitios que frecuenta -la plaza del mercado, la oficina de patentes, los muelles, la ribera del río la uve azucarada y ácima de unos muslos, un taller de modista, un bar que huele a muchas horas lentas y -pregunto por él, por mí, y nadie me responde, nadie hace caso. Nadie se vuelve al escuchar mi voz. A nadie importa que mi voz -doy fe, lo juro, lo repito- sea la voz del hombre. Hablo del hombre. Lanzo sus descripción en los periódicos, me oculto en las esquinas a ver si pasa, presto atención a los noticiarios por si hablaran de él, busco cualquier indicio -huellas de uso, signos, ecos, latidos, miedo, esperanza-, marco números de teléfono, distribuyo pasquines con su imagen; pero nadie responde, como si todo el mundo hubiera enmudecido, como si nadie comprendiera nada, como si al otro lado del poema y a este lado del poema no hubiera nada.
No soy quien crees que soy, ni aproximado, ni en camino de serlo o de dejar de serlo, ni ninguna vez, ni la mayor parte de las veces. Incluso aunque te empeñes en enseñarme cómo soy, cómo quieres que sea, qué alma me conviene
Hablo del hombre. Me atribuyo su voz, como si el hombre hubiera enmudecido, como si su laringe fuera un órgano inútil, como si de sus labios sólo pudieran brotar besos o eructos. Hablo del hombre. Finjo que lo conozco.