No me gusta esa casa. Hace un tiempo dejó de existir, sin embargo sigue ahí delante.
Alguien ha tapado con pintura fresca las escamas despegadas por el sol y rellenado los huecos del viento en la madera crujiente. El tejado pesa más cada más mordiscos traen los días a la desaparición.
Mucho antes me gustaba. Pulsar el timbre y correr perseguido de esa extraña satisfacción. Conocerte. Jugar a jugar y no pensar sino en
verte.
Vernos más tarde.
Ahora la odio casi tanto, ojalá existiese. Hace un tiempo que no existe la casa ni nuestro mundo. Existe la memoria que devuelve pasos entre gigantes, caricias y antes rubores con remite.
La edad nos crece y fuimos poco más que juguetes aprendiendo a repararse.
El amor se va sin despedirse. Y si lo hace, indebidamente.
Queda su rastro para siempre acartonado en el jardín: “Se vende”.
No puedo decir que la amé. Sería mentir. La amé, eso es cierto, pero no fui yo. Fue un extraño ser, una cándida y pueril imagen de mi rostro imberbe, de mis ojos dulces y sonrisa complaciente. Tal vez ese extraño la amase.
Desde que no está he desarrollado la facilidad espontánea para llorar. La memoria tiene la cola muy larga, ahora la vida es más y más estrecha. De repente, me nublo por dentro para no encharcarme de culpa. Agacho la vista hacia los azulejos