Llegas como cualquier amanecer, mezcla frágil de sueños, frío y luz. Desnuda te derramas suavemente sobre la piel. Sin ruido.
Te entregas, con arena en tus palabras, perdiéndote en el pozo de unos brazos que tienen la medida de la espuma del mar.
Levantas con tus manos castillos de papel, pentagramas de jaras, la marea de un charco y las alas quebradas del deseo.
Tú, guía, que presentas el anverso de la luz de ciudad, la penumbra del labio amado, que traes a los sueños el aroma de las escurridizas leyendas infantiles.
No bastan las cenizas que se vierten sobre el tallo sesgado del jazmín ni el aire que se escapa a bocanadas por las rendijas entreabiertas del cielo.
Cuando el agua se enfría y adquiere su mayor volumen, las carpas recelosas y adormiladas, sobre el lecho inmóvil, se tragan la corriente con su invernal torpeza.