Me acostumbraba a la alucinación simple:
veía un salón en el fondo de un lago.
(Rimbaud)
De noche, calladamente, entro en mi mundo secreto:
es una sala antigua, temblorosa de silencios
que acumula un gran piano magnetizado de luna
con lo negro y nacarado de su ola detenida.
Cuando entro es de puntillas porque todo está cargado
de inminencias musicales y temblor no realizado.
Hay pasos que no se oyen, transparencias y cortinas
que reflejan, cuando tiemblan, irisándose, otras vidas.
El metrónomo señala la exactitud; y la araña
notifica gota a gota sus cien cristales neutrales.
Entro aquí como quien entra en un silencio, y contemplo
los aparatos sensibles que manejan el silencio,
o quizá sólo la curva del piano, tan secreta,
o las lágrimas de luna dolorosa, y el espejo
que paraliza el momento, devorándome en su miedo.
Todo, si bien se mira, es en su conjunción
un registro del misterio, tan vulnerable al temblor
que si moviera una silla de su sitio, si variara
al moverme algún perfume, fallaría el aparato.
Porque el piano de cola, y la luna que lo carga
de antigüedad y silencio, y los relojes parados,
y los reflejos del algo, y el vacío en las terrazas
ante los surtidores que nadie espera se alcen,
componen el sistema de una alucinación
que no funcionaría, si fallara el defecto,
justamente el defecto, creador del misterio.
A veces, yo entro aquí, para no entender nada,
o hacer como que siento, pensando que esta sala
podría manejarse como un bello aparato
bien cambiando un adorno, bien tocando el piano.
Algo, quizá pequeño, descubriría un mundo,
mas algo, también leve, volvería a lo oscuro,
si fuera equivocado, todo esto que ahora siento,
sentado en esta sala, de noche, presintiendo
y oyendo cómo callan los surtidores, lejos.