Cuando en la noche te envuelven las alas de tul del sueño y tus tendidas pestañas semejan arcos de ébano, por escuchar los latidos de tu corazón inquieto y reclinar tu dormida cabeza sobre mi pecho, diera, alma mía, cuanto poseo, ¡la luz, el aire y el pensamiento!
Cuando se clavan tus ojos en un invisible objeto y tus labios ilumina de una sonrisa el reflejo, por leer sobre tu frente el callado pensamiento que pasa como la nube del mar sobre el ancho espejo, diera, alma mía, cuanto deseo, ¡la fama, el oro, la gloria, el genio!
Cuando enmudece tu lengua y se apresura tu aliento y tus mejillas se encienden y entornas tus ojos negros, por ver entre sus pestañas brillar con húmedo fuego la ardiente chispa que brota del volcán de los deseos, diera, alma mía, por cuanto espero, la fe, el espíritu, la tierra, el cielo.
Voy contra mi interés al confesarlo, no obstante, amada mía, pienso cual tú que una oda sólo es buena de un billete del Banco al dorso escrita. No faltará algún necio que al oírlo se haga cruces y diga: Mujer al fin del siglo diez y nueve
Porque son, niña, tus ojos verdes como el mar, te quejas. Verdes los tienen las náyades, verdes los tuvo Minerva y verdes son las pupilas de las hurís del profeta.
Los invisibles átomos del aire en derredor palpitan y se inflaman, el cielo se deshace en rayos de oro, la tierra se estremece alborozada, oigo flotando en olas de armonía rumor de besos y batir de alas, mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?