Dichoso el que de pleitos alejado, 
cual los del tiempo antiguo, 
labra sus heredades, no obligado 
al logrero enemigo. 
Ni la arma en los reales le despierta, 
ni tiembla en la mar brava; 
huye la plaza y la soberbia puerta 
de la ambición esclava. 
Su gusto es, o poner la vid crecida 
al álamo ayuntada, 
contemplar cuál pace, desparcida, 
el valle su vacada. 
Ya poda el ramo inútil, o ya enjiere 
en su vez el extraño; 
castra sus colmenas, o si quiere, 
tresquila su rebaño. 
Pues cuando el padre Otoño muestra fuera 
la su frente galana, 
con cuánto gozo coge la alta pera, 
las uvas como grana. 
Y a ti, sacro Silvano, las presenta, 
que guardas el ejido, 
debajo un roble antiguo ya se asienta, 
ya en el prado florido. 
El agua en las acequias corre, y cantan 
los pájaros sin dueño; 
las fuentes al murmullo que levantan, 
despiertan dulce sueño. 
Y ya que el año cubre campos y cerros 
con nieve y con heladas, 
o lanza el jabalí con muchos perros 
en las redes paradas; 
o los golosos tordos, o con liga 
o con red engañosa, 
o la extranjera grulla en lazo obliga, 
que es presa deleitosa. 
Con esto, ¿quién del pecho no desprende 
cuanto en amor se pasa? 
¿Pues qué, si la mujer honesta atiende 
los hijos y la casa? 
Cual hace la sabina o la calabresa 
de andar al sol tostada, 
y ya que viene el amo enciende apriesa 
la leña no mojada. 
Y ataja entre los zarzos los ganados, 
y los ordeña luego, 
y pone mil manjares no comprados, 
y el vino como fuego. 
No me serán los rombos más sabrosos, 
ni las ostras, ni el mero, 
si algunos con levantes furiosos 
nos da el invierno fiero.