Lento, amargo animal que soy, que he sido, amargo desde el nudo de polvo y agua y viento que en la primera generación del hombre pedía a Dios.
Amargo como esos minerales amargos que en las noches de exacta soledad —maldita y arruinada soledad sin uno mismo— trepan a la garganta y, costras de silencio, asfixian, matan, resucitan.
Amargo como esa voz amarga prenatal, presubstancial, que dijo nuestra palabra, que anduvo nuestro camino, que murió nuestra muerte, y que en todo momento descubrimos.
Amargo desde dentro, desde lo que no soy, —mi piel como mi lengua— desde el primer viviente, anuncio y profecía.
Lento desde hace siglos, remoto —nada hay detrás—, lejano, lejos, desconocido.
Un ropero, un espejo, una silla, ninguna estrella, mi cuarto, una ventana, la noche como siempre, y yo sin hambre, con un chicle y un sueño, una esperanza. Hay muchos hombres fuera, en todas partes, y más allá la niebla, la mañana.
Sitio de amor, lugar en que he vivido de lejos, tú, ignorada, amada que he callado, mirada que no he visto, mentira que me dije y no he creído: en esta hora en que los dos, sin ambos, a llanto y odio y muerte nos quisimos,
Boca de llanto, me llaman tus pupilas negras, me reclaman. Tus labios sin ti me besan. ¡Cómo has podido tener la misma mirada negra con esos ojos que ahora llevas!
La cojita está embarazada. Se mueve trabajosamente, pero qué dulce mirada mira de frente. Se le agrandaron los ojos como si su niño también le creciera en ellos pequeño y limpio. A veces se queda viendo quién sabe qué cosas
Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta.
Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor. Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta con tus setenta años de virgen definitiva, tendida sobre un catre, estúpidamente muerta.