Ella estaba detrás del laberinto. Lo supe al conocerla. Aunque al principio, al relumbrar su cuello en la puerta fugaz de aquel hotel (creo que podía ser el Miguel Ángel, y había un piano-bar), jamás me habría creído que era posible entrar con tanta suerte ni en ningún otro hotel, ni en cualquier otra parte. Tenías que haberla visto. Tenías que habernos visto. Era casi imposible imaginar a dos seres tan frágiles, con un fulgor tan raramente humano. Y el brillo se quedó dentro del pecho, como un tibio dolor del corazón. Poco después moriste, pero ya pude ver que había una hebra invisible, un deseo capilar, en ti y en ella, de no tener más freno que la muerte. Y se lo dije entonces, quizá hasta un poco antes: eres como un cachorro de león asustada. Tú sólo tienes miedo de tener ese miedo más grande que la vida. Eres como un cachorro de león asustada, porque un león no se rinde, no cesa ni claudica, se encrespa en la batalla, apenas retrocede y muere de un impulso o ruge y toma aliento y vence a dentelladas. Me gustaría decirte que fue fácil. Me gustaría decirte que aún es fácil. Pero ella está detrás del laberinto y no hay salida fuera de sí misma: es un hotel costero abandonado donde todas las puertas nos llevan hasta el mar.
Ella estaba detrás del laberinto. Lo supe al conocerla. Aunque al principio, al relumbrar su cuello en la puerta fugaz de aquel hotel (creo que podía ser el Miguel Ángel, y había un piano-bar), jamás me habría creído