He leído las palabras que aquel día grabaste en unas hojas frente a un río.
Dejaste atrás la puerta de madera tan gruesa como el cosmos, subiste los peldaños de la entrada y encaraste el ascenso de su Torre.
Pasaste dentro, te sorprendió el aire acristalado, llenos tus ojos blancos del rumor de la hierba brotando en cada piedra.
Recordaste el murmullo último entre las carnes.
Pensaste que aquel sitio podría gustarle a ella, tu Torre construida sobre el mundo; pero ella era del mundo sobre todo, y tu mundo una Torre de silencio.
Saltaste más de cien escalones de pensarlo y el viento se volvió dulce al llegar; el vino se acercaba a tus mejillas borrachas del calor del que está solo.
Vindicaste tu orgullo de perdido en la tierra vencida por los fuertes; tu padre te observaba en un peldaño.
Tú sabías lo que sus ojos blancos susurraban: -Nunca olvides cantar a las estrellas del alba. -Tú olvidas -contestaste- que las empiezo a rozar.
He leído las palabras que aquel día grabaste en unas hojas frente a un río y he soñado tu Torre por el mundo; dime, William ¿dónde marcháis los hombres que habéis de cruzar el cielo para hallar el sentido de las cosas?
¿Dónde ha quedado tu casa, tu mesa, la tumba de tus hijos y tu amada?
Nos miras desde lo alto de tu Torre.
¿Y ahora qué?, canta el fantasma de Platón. ¿Y ahora qué?
Ella estaba detrás del laberinto. Lo supe al conocerla. Aunque al principio, al relumbrar su cuello en la puerta fugaz de aquel hotel (creo que podía ser el Miguel Ángel, y había un piano-bar), jamás me habría creído