Juan me llamo, Juan todos, habitante
de la tierra, más bien su prisionero,
sombra vestida, polvo caminante,
el igual a los otros, Juan Cordero.
Sólo mi mano para cada cosa
-mover la rueda, hallar hondos metales-
mi servidora para asir la rosa
y hacer girar las llaves terrenales.
Mi propiedad labrada en pleno cielo
-un gran lote de nubes era mío-
me pagaba en azul, en paz, en vuelo
y ese cielo en añicos: el rocío.
Mi hacienda era el espacio sin linderos
-oh territorio azul siempre sembrado
de maizales cargados de luceros-
y el rebaño de nubes, mi ganado.
Labradores los pájaros; el día
mi granero de par en par abierto
con mieses y naranjas de alegría,
maduraba el poniente como un huerto.
Mercaderes de espejos, cazadores
de ángeles llegaron con su espada
y, a cambio de mi hacienda -mar de flores-
me dieron abalorios, humo, nada...
Los verdugos de cisnes, monederos
falsos de las palabras, enlutados,
saquearon mis trojes de luceros,
escombros hoy de luna congelados.
Perdí mi granja azul, perdí la altura
-reses de nubes, luz recién sembrada-
¡toda una celestial agricultura
en el vacío espacio sepultada!
Del oro del poniente perdí el plano
-Juan es mi Nombre, Juan desposeído-.
En lugar del rocío hallé el gusano
¡un tesoro de siglos he perdido!
Es sólo un peso azul lo que ha quedado
sobre mis hombros, cúpula de hielo...
Soy Juan y nada más, el desolado
herido universal; soy Juan sin Cielo.