El guardián de los libros, de Jorge Luis Borges | Poema

    Poema en español
    El guardián de los libros

    Ahí están los jardines, los templos y la justificación de los templos, 
    la recta música y las rectas palabras, 
    los sesenta y cuatro hexagramas, 
    los ritos que son la única sabiduría 
    que otorga el Firmamento a los hombres, 
    el decoro de aquel emperador 
    cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo, 
    de suerte que los campos daban sus frutos 
    y los torrentes respetaban sus márgenes, 
    el unicornio herido que regresa para marcar el fin, 
    las secretas leyes eternas, 
    el concierto del orbe; 
    esas cosas o su memoria están en los libros 
    que custodio en la torre. 
    Los tártaros vinieron del Norte 
    en crinados potros pequeños; 
    aniquilaron los ejércitos 
    que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad, 
    erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas, 
    mataron al perverso y al justo, 
    mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta, 
    usaron y olvidaron a las mujeres 
    y siguieron al Sur, 
    inocentes como animales de presa, 
    crueles como cuchillos. 
    En el alba dudosa 
    el padre de mi padre salvó los libros. 
    aquí están en la torre donde yazgo, 
    recordando los días que fueron de otros, 
    los ajenos y antiguos. 
    En mis ojos no hay días. Los anaqueles 
    están muy altos y no los alcanzan mis años. 
    leguas de polvo y sueño cercan la torre. 
    ¿a qué engañarme? 
    La verdad es que nunca he sabido leer, 
    pero me consuelo pensando 
    que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo 
    para un hombre que ha sido 
    y que contempla lo que fue la ciudad 
    y ahora vuelve a ser el desierto. 
    ¿Qué me impide soñar que alguna vez 
    descifré la sabiduría 
    y dibujé con aplicada mano los símbolos? 
    Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros, 
    que acaso son los últimos, 
    porque nada sabemos del Imperio 
    y del Hijo del Cielo. 
    Ahí están en los altos anaqueles, 
    cercanos y lejanos a un tiempo, 
    secretos y visibles como los astros. 
    Ahí están los jardines, los templos.

    Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Entre 1914 y 1921 vivió con su familia en Europa. A su regreso fundó las revistas Prisma y Proa, y publicó Fervor de Buenos Aires (1923) e Historia universal de la infamia (1935). Autor de poesía, cuento, ensayo y trabajos en colaboración, en las décadas siguientes su obra creció, fue traducida a más de veinticinco idiomas y alcanzó reconocimiento mundial. Fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, director de la Biblioteca Nacional, miembro de la Academia Argentina de Letras y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Recibió importantes distinciones de gobiernos extranjeros, y el título de doctor honoris causa de las universidades de Columbia, Yale, Oxford, Michigan, Santiago de Chile, La Sorbona y Harvard. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Nacional de Literatura (Argentina, 1956) y el Cervantes (España, 1979). Considerado uno de los más importantes escritores en lengua hispana de la historia de la literatura, murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. 

    • No son más silenciosos los espejos 
      ni más furtiva el alba aventurera; 
      eres, bajo la luna, esa pantera 
      que nos es dado divisar de lejos. 
      Por obra indescifrable de un decreto 
      divino, te buscamos vanamente; 
      más remoto que el Ganges y el poniente, 

    • En la sala tranquila 
      cuyo reloj austero derrama 
      un tiempo ya sin aventuras ni asombro 
      sobre la decente blancura 
      que amortaja la pasión roja de la caoba, 
      alguien, como reproche cariñoso, 
      pronunció el nombre familiar y temido. 
      La imagen del tirano 

    • En cierta calle hay cierta firme puerta 
      con su timbre y su número preciso 
      y un sabor a perdido paraíso, 
      que en los atardeceres no está abierta 
      a mi paso. Cumplida la jornada, 
      una esperada voz me esperaría 
      en la disgregación de cada día 

    • Que otros se jacten de las páginas que han escrito; 
      a mí me enorgullecen las que he leído. 
      No habré sido un filólogo, 
      no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras, 
      la de que se endurece en te