Insomnio, de Jorge Luis Borges | Poema

    Poema en español
    Insomnio

    De fierro, 
    de encorvados tirantes de enorme fierro tienen que ser la noche, 
    para que no la revienten y la desfonden 
    las muchas cosas que mis aborrotados ojos han visto, 
    las duras cosas que insoportablemente la pueblan. 

    Mi cuerpo ha fatigado los niveles, las temperaturas, las luces: 
    en vagones de largo ferrocarril, 
    en un banquete de hombres que se aborrecen, 
    en el filo mellado de los suburbios, 
    en una quinta calurosa de estatuas húmedas, 
    en la noche repleta donde abundan el caballo y el hombre. 

    El universo de esta noche tiene la vastedad 
    del olvido y la precisión de la fiebre. 

    En vano quiero distraerme del cuerpo 
    y del desvelo de un espejo incesante 
    que lo prodiga y que lo acecha 
    y de la casa que repite sus patios 
    y del mundo que sigue hasta un despedazado arrabal 
    de callejones donde el viento se cansa y de barro torpe. 

    En vano espero 
    las desintegraciones y los símbolos que preceden al sueño. 

    Sigue la historia universal: 
    los rumbos minuciosos de la muerte en las caries dentales, 
    la circulación de mi sangre y de los planetas. 

    (He odiado el agua crapulosa de un charco, 
    he aborrecido en el atardecer el canto del pájaro.) 

    Las fatigadas leguas incesantes del suburbio del Sur, 
    leguas de pampa basurera y obscena, leguas de execración, 
    no se quieren ir del recuerdo. 
    Lotes anegadizos, ranchos en montón como perros, 
    charcos de plata fétida: 
    soy el aborrecible centinela de esas colocaciones inmóviles. 
    Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires. 

    Creo esta noche en la terrible inmortalidad: 
    ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, 
    ningún muerto, 
    —aunque se oculten en la corrupción y en los siglos— 
    y condenarlos a vigilia espantosa. 

    Toscas nubes color borra de vino inflamarán el cielo; 
    amanecerá en mis párpados apretados.

    Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Entre 1914 y 1921 vivió con su familia en Europa. A su regreso fundó las revistas Prisma y Proa, y publicó Fervor de Buenos Aires (1923) e Historia universal de la infamia (1935). Autor de poesía, cuento, ensayo y trabajos en colaboración, en las décadas siguientes su obra creció, fue traducida a más de veinticinco idiomas y alcanzó reconocimiento mundial. Fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, director de la Biblioteca Nacional, miembro de la Academia Argentina de Letras y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Recibió importantes distinciones de gobiernos extranjeros, y el título de doctor honoris causa de las universidades de Columbia, Yale, Oxford, Michigan, Santiago de Chile, La Sorbona y Harvard. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Nacional de Literatura (Argentina, 1956) y el Cervantes (España, 1979). Considerado uno de los más importantes escritores en lengua hispana de la historia de la literatura, murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. 

    • No son más silenciosos los espejos 
      ni más furtiva el alba aventurera; 
      eres, bajo la luna, esa pantera 
      que nos es dado divisar de lejos. 
      Por obra indescifrable de un decreto 
      divino, te buscamos vanamente; 
      más remoto que el Ganges y el poniente, 

    • Que otros se jacten de las páginas que han escrito; 
      a mí me enorgullecen las que he leído. 
      No habré sido un filólogo, 
      no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras, 
      la de que se endurece en te

    • En la sala tranquila 
      cuyo reloj austero derrama 
      un tiempo ya sin aventuras ni asombro 
      sobre la decente blancura 
      que amortaja la pasión roja de la caoba, 
      alguien, como reproche cariñoso, 
      pronunció el nombre familiar y temido. 
      La imagen del tirano 

    • En cierta calle hay cierta firme puerta 
      con su timbre y su número preciso 
      y un sabor a perdido paraíso, 
      que en los atardeceres no está abierta 
      a mi paso. Cumplida la jornada, 
      una esperada voz me esperaría 
      en la disgregación de cada día