La luna, de Jorge Luis Borges | Poema

    Poema en español
    La luna

    Cuenta la historia que en aquel pasado 
    tiempo en que sucedieron tantas cosas 
    reales, imaginarias y dudosas, 
    un hombre concibió el desmesurado 

    proyecto de cifrar el universo 
    en un libro y con ímpetu infinito 
    erigió el alto y arduo manuscrito 
    y limó y declamó el último verso. 

    Gracias iba a rendir a la fortuna 
    cuando al alzar los ojos vio un bruñido 
    disco en el aire y comprendió, aturdido, 
    que se había olvidado de la luna. 

    La historia que he narrado aunque fingida, 
    bien puede figurar el maleficio 
    de cuantos ejercemos el oficio 
    de cambiar en palabras nuestra vida. 

    Siempre se pierde lo esencial. Es una 
    ley de toda palabra sobre el numen. 
    no la sabrá eludir este resumen 
    de mi largo comercio con la luna. 

    No sé dónde la vi por vez primera, 
    si en el cielo anterior de la doctrina 
    del griego o en la tarde que declina 
    sobre el patio del pozo y de la higuera. 

    Según se sabe, esta mudable vida 
    puede, entre tantas cosas, ser muy bella 
    y hubo así alguna tarde en que con ella 
    te miramos, oh luna compartida. 

    Más que las lunas de las noches puedo 
    recordar las del verso: la hechizada 
    dragon moon que da horror a la halada 
    y la luna sangrienta de Quevedo. 

    De otra luna de sangre y de escarlata 
    habló Juan en su libro de feroces 
    prodigios y de júbilos atroces; 
    otras más claras lunas hay de plata. 

    Pitágoras con sangre (narra una 
    tradición) escribía en un espejo 
    y los hombres leían el reflejo 
    en aquel otro espejo que es la luna. 

    De hierro hay una selva donde mora 
    el alto lobo cuya extraña suerte 
    es derribar la luna y darle muerte 
    cuando enrojezca el mar la última aurora. 

    (Esto el Norte profético lo sabe 
    y tan bien que ese día los abiertos 
    mares del mundo infestará la nave 
    que se hace con las uñas de los muertos.) 

    Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna 
    quiso que yo también fuera poeta, 
    me impuse. como todos, la secreta 
    obligación de definir la luna. 

    Con una suerte de estudiosa pena 
    agotaba modestas variaciones, 
    bajo el vivo temor de que Lugones 
    ya hubiera usado el ámbar o la arena, 

    De lejano marfil, de humo, de fría 
    nieve fueron las lunas que alumbraron 
    versos que ciertamente no lograron 
    el arduo honor de la tipografía. 

    Pensaba que el poeta es aquel hombre 
    que, como el rojo Adán del Paraíso, 
    impone a cada cosa su preciso 
    y verdadero y no sabido nombre, 

    Ariosto me enseñó que en la dudosa 
    luna moran los sueños, lo inasible, 
    el tiempo que se pierde, lo posible 
    o lo imposible, que es la misma cosa. 

    De la Diana triforme Apolodoro 
    me dejo divisar la sombra mágica; 
    Hugo me dio una hoz que era de oro, 
    y un irlandés, su negra luna trágica. 

    Y, mientras yo sondeaba aquella mina 
    de las lunas de la mitología, 
    ahí estaba, a la vuelta de la esquina, 
    la luna celestial de cada día. 

    Sé que entre todas las palabras, una 
    hay para recordarla o figurarla. 
    El secreto, a mi ver, está en usarla 
    con humildad. Es la palabra luna. 

    Ya no me atrevo a macular su pura 
    aparición con una imagen vana; 
    la veo indescifrable y cotidiana 
    y más allá de mi literatura. 

    Sé que la luna o la palabra luna 
    es una letra que fue creada para 
    la compleja escritura de esa rara 
    cosa que somos, numerosa y una. 

    Es uno de los símbolos que al hombre 
    da el hado o el azar para que un día 
    de exaltación gloriosa o de agonía 
    pueda escribir su verdadero nombre.

    Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Entre 1914 y 1921 vivió con su familia en Europa. A su regreso fundó las revistas Prisma y Proa, y publicó Fervor de Buenos Aires (1923) e Historia universal de la infamia (1935). Autor de poesía, cuento, ensayo y trabajos en colaboración, en las décadas siguientes su obra creció, fue traducida a más de veinticinco idiomas y alcanzó reconocimiento mundial. Fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, director de la Biblioteca Nacional, miembro de la Academia Argentina de Letras y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Recibió importantes distinciones de gobiernos extranjeros, y el título de doctor honoris causa de las universidades de Columbia, Yale, Oxford, Michigan, Santiago de Chile, La Sorbona y Harvard. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Nacional de Literatura (Argentina, 1956) y el Cervantes (España, 1979). Considerado uno de los más importantes escritores en lengua hispana de la historia de la literatura, murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. 

    • No son más silenciosos los espejos 
      ni más furtiva el alba aventurera; 
      eres, bajo la luna, esa pantera 
      que nos es dado divisar de lejos. 
      Por obra indescifrable de un decreto 
      divino, te buscamos vanamente; 
      más remoto que el Ganges y el poniente, 

    • Que otros se jacten de las páginas que han escrito; 
      a mí me enorgullecen las que he leído. 
      No habré sido un filólogo, 
      no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras, 
      la de que se endurece en te

    • En la sala tranquila 
      cuyo reloj austero derrama 
      un tiempo ya sin aventuras ni asombro 
      sobre la decente blancura 
      que amortaja la pasión roja de la caoba, 
      alguien, como reproche cariñoso, 
      pronunció el nombre familiar y temido. 
      La imagen del tirano 

    • En cierta calle hay cierta firme puerta 
      con su timbre y su número preciso 
      y un sabor a perdido paraíso, 
      que en los atardeceres no está abierta 
      a mi paso. Cumplida la jornada, 
      una esperada voz me esperaría 
      en la disgregación de cada día