El reloj de arena, de Jorge Luis Borges | Poema

    Poema en español
    El reloj de arena

    Está bien que se mida con la dura 
    sombra que una columna en el estío 
    arroja o con el agua de aquel río 
    en que Heráclito vio nuestra locura. 

    El tiempo, ya que al tiempo y al destino 
    se parecen los dos: la imponderable 
    sombra diurna y el curso irrevocable 
    del agua que prosigue su camino. 

    Está bien, pero el tiempo en los desiertos 
    otra substancia halló, suave y pesada, 
    que parece haber sido imaginada 
    para medir el tiempo de los muertos. 

    Surge así el alegórico instrumento 
    de los grabados de los diccionarios, 
    la pieza que los grises anticuarios 
    relegarán al mundo ceniciento 

    del alfil desparejo, de la espada 
    inerme, del borroso telescopio, 
    del sándalo mordido por el opio, 
    del polvo, del azar y de la nada. 

    ¿Quién no se ha demorado ante el severo 
    y tétrico instrumento que acompaña 
    en la diestra del dios a la guadaña 
    y cuyas líneas repitió Durero? 

    Por el ápice abierto el cono inverso 
    deja caer la cautelosa arena, 
    oro gradual que se desprende y llena 
    el cóncavo cristal de su universo. 

    Hay un agrado en observar la arcana 
    arena que resbala y que declina 
    y, a punto de caer, se arremolina 
    con una prisa que es del todo humana. 

    La arena de los ciclos es la misma 
    e infinita es la historia de la arena; 
    así, bajo tus dichas o tu pena, 
    la invulnerable eternidad se abisma. 

    No se detiene nunca la caída. 
    Yo me desangro, no el cristal. El rito 
    de decantar la arena es infinito 
    y con la arena se nos va la vida. 

    En los minutos de la arena creo 
    sentir el tiempo cósmico: la historia 
    que encierra en sus espejos la memoria 
    o que ha disuelto el mágico Leteo. 

    El pilar de humo y el pilar de fuego, 
    Cartago y Roma y su apretada guerra, 
    Simón Mago, los siete pies de tierra 
    que el rey sajón ofrece al rey noruego, 

    todo lo arrastra y pierde este incansable 
    hilo sutil de arena numerosa. 
    No he de salvarme yo, fortuita cosa 
    de tiempo, que es materia deleznable.

    Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Entre 1914 y 1921 vivió con su familia en Europa. A su regreso fundó las revistas Prisma y Proa, y publicó Fervor de Buenos Aires (1923) e Historia universal de la infamia (1935). Autor de poesía, cuento, ensayo y trabajos en colaboración, en las décadas siguientes su obra creció, fue traducida a más de veinticinco idiomas y alcanzó reconocimiento mundial. Fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, director de la Biblioteca Nacional, miembro de la Academia Argentina de Letras y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Recibió importantes distinciones de gobiernos extranjeros, y el título de doctor honoris causa de las universidades de Columbia, Yale, Oxford, Michigan, Santiago de Chile, La Sorbona y Harvard. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Nacional de Literatura (Argentina, 1956) y el Cervantes (España, 1979). Considerado uno de los más importantes escritores en lengua hispana de la historia de la literatura, murió en Ginebra el 14 de junio de 1986. 

    • Los ponientes y las generaciones. 
      Los días y ninguno fue el primero. 
      La frescura del agua en la garganta 
      De Adán. El ordenado Paraíso. 
      El ojo descifrando la tiniebla. 
      El amor de los lobos en el alba. 
      La palabra. El hexámetro. El espejo. 

    • Que otros se jacten de las páginas que han escrito; 
      a mí me enorgullecen las que he leído. 
      No habré sido un filólogo, 
      no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras, 
      la de que se endurece en te

    • En la sala tranquila 
      cuyo reloj austero derrama 
      un tiempo ya sin aventuras ni asombro 
      sobre la decente blancura 
      que amortaja la pasión roja de la caoba, 
      alguien, como reproche cariñoso, 
      pronunció el nombre familiar y temido. 
      La imagen del tirano 

    • En cierta calle hay cierta firme puerta 
      con su timbre y su número preciso 
      y un sabor a perdido paraíso, 
      que en los atardeceres no está abierta 
      a mi paso. Cumplida la jornada, 
      una esperada voz me esperaría 
      en la disgregación de cada día