Ya todo preparado, suspendidas las lágrimas de aquel párpado antiguo todo deshabitado para el tacto que estrena la raíz poderosa de su hermosura fácil -oh, terciopelos muertos de rubor en la espalda!- la pared y la acacia, y hasta aquella esquina que jugaba su luz indeseable, y el hombre primitivo desempolvando gestos, y aun el niño. Sí, el niño también iba tras de su ligereza comunicando brillos de estrellas trasnochadas -¡Corre, que llega la sombra!- Sí, hasta el niño me vio aquel silencio madrugador a oscuras. Y no pasaba nada; ni mi inocencia lejos de los álamos -mis árboles cordiales-, ni un recuerdo de nieve por la cabeza pálida y peinada. Yo sabía mi nombre, y la hora, y la prisa, porque traen las mañanas hace tiempo un mandato, y creía en Dios, dulce, maravillosamente... ¿Es bastante? No sé quién puede levantar así, sin piedras y sin nubes esta residencia ya tan cercana al cielo; no sé quién puede destinar al vuelo tanta arena sin ala, sin recuerdo y sin hojas; pero es que estaba todo tímido y preparado, también yo en mi silencio, en mi ignorancia oculta, como un lagarto frío entre las piedras. Nadie, nadie sabía que yo hacía mis versos con mi sangre cortada por el hielo del hombre. Y a veces del amigo, y de mí mismo a veces. Nadie vio en mis mejillas este revés del cielo que se muere de sed inaplacable; y yo iba tan despierto que en este gesto triste que no sé a quién le debo había una promesa rotunda de la aurora. Todo estaba dispuesto, y yo entré como el viento cerca de la campana, por los desorbitados ojos de alguna torre. Entré. Preguntadme ahora cómo es mi habitación. Yo os la describiré a ciegas y cantando, hasta el detalle mínimo; pero de aquella entrada nada sabré decir. No me exijáis tampoco. “No la toquéis ya más...” O sí; rompedla, heridla, estrujadla en las manos o echádsela a los muertos, “...que así es la rosa”.
Ir y venir de todas las memorias que el alma, olvidadiza, desenreda; verse hombre solo, antiguo y solo, errante; ver que todos los tiempos están cerca.
Ya todo preparado, suspendidas las lágrimas de aquel párpado antiguo todo deshabitado para el tacto que estrena la raíz poderosa de su hermosura fácil -oh, terciopelos muertos de rubor en la espalda!- la pared y la acacia,