¿Qué tendrá la hija del sepulturero, que con asco la miran los mozos, que las mozas la miran con miedo? Cuando llega el domingo a la plaza y está el bailoteo como el sol de alegre, vivo como el fuego, no parece sino que una nube se atraviesa delante del cielo; no parece sino que se anuncia que se acerca, que pasa un entierro... Una ola de opacos rumores sustituye el febril charloteo, se cambian miradas que expresan recelos, el ritmo del baile se torna más lento y hasta los repiques alegres y secos de las castañuelas callan un momento... Un momento no más dura todo; mas ¿qué será aquello que hasta da falsas notas la gaita por hacer un gesto con sus gruesos labios el tamborilero? No hay memoria de amores manchados, porque nunca, a pesar de ser bellos, «buenos ojos tienes» le ha dicho un mancebo. Y ella sigue desdenes rumiando, y ella sigue rumiando desprecios, pero siempre acercándose a todos, siempre sonriendo, presentándose en fiestas y bailes y estrenando más ricos pañuelos... ¿Qué tendrá la hija del sepulturero?
Me lo dijo un mozo: «¿Ve usted esos pañuelos? Pues se cuenta que son de otras mozas... ¡de otras mozas que están ya pudriendo!...» Y es verdad que parece que güelen, que güelen a muerto...
Vagando va por el erial ingrato, detrás de veinte cabras, la desgarrada muchachuela virgen, una broncínea enflaquecida estatua. Tiene apretadas las morenas carnes, tiene ceñuda y soñolienta el alma, cerrado y sordo el corazón de piedra,